Cada aniversario trae su desafío. Y este no es la excepción. Conmemoramos 89 años de la casa editorial EL HERALDO con la responsabilidad de asumir con absoluto ahínco la férrea defensa de la libertad de prensa y de expresión que consideramos pilar irrenunciable de nuestro régimen constitucional, imperfecto pero democrático. En él cabemos todos y cada uno de nosotros, por muchas diferencias o discrepancias que tengamos. Si no se tolera así es porque quienes actualmente rigen los destinos de la nación, representan el país político, económico y social, o son ciudadanos de a pie decidieron correr sus líneas éticas para reducir de manera deliberada los estándares de nuestro Estado social de derecho. Riesgoso escenario que pondría a tambalear la división de poderes, la igualdad, la participación, el diálogo o el respeto de libertades fundamentales que, en algunos casos, les han sido otorgadas por mandato popular.

Con demasiada frecuencia, por activa y por pasiva, el presidente Gustavo Petro, miembros de su gobierno e integrantes de partidos políticos afines han alentado climas de tensión, trifulca o revanchismo, tanto en redes sociales como en medios de comunicación, propiciando escenarios hostiles para el libre ejercicio de la prensa. No está de más insistir en la relevancia de nuestro oficio que incomoda, molesta o perturba, sobre todo a quienes ostentan el poder. Pero también, desde las combativas trincheras informativas contribuimos, con más o menos aciertos, a construir sociedades progresistas y tolerantes, abiertas al debate público, las valoraciones argumentadas y los razonamientos sustentados, siempre en defensa de los postulados constitucionales.

En su conjunto, la prensa representa a la sociedad entera. Atacarla muestra un inaceptable desprecio a la libertad de pensamiento o al derecho de información. Inobjetable.

Todo discurso que descalifique, estigmatice o señale de manera irresponsable a contrarios o a críticos, en especial los que proceden de funcionarios públicos, vulnera los principios de la vida democrática que estos juraron defender. ¿Qué podría ser más impropio de su talante que lanzar diatribas en contra de quienes cuestionan su gestión?

Más allá de quienes incumplen el mandato moral de rigor e imparcialidad que debe regir a los periodistas, porque en ocasiones se enlistan en la batalla partidista, en la mayoría de las situaciones preguntar, poner en duda o criticar no lleva implícito una campaña de ataques personales, como se intenta hacer ver para justificar comprensibles limitaciones, excusar ajustes o rectificaciones, e incluso corregir actuaciones erráticas, tan usuales en el arranque de cualquier historia. Y esta, la del primer gobierno de izquierda de Colombia, sin duda, lo es.

“Solo Dios y los imbéciles no se equivocan ni se retractan”, dice el refranero popular. Conviene no olvidarlo antes de que se erosione la democracia.

Quienes con habitual ligereza –antes en la oposición, hoy en el Gobierno– recurren a descalificar o a desacreditar no solo el contenido de las informaciones y opiniones, sino también a los que las realizan, desatienden sus responsabilidades u obligaciones recién adquiridas. Mismo varapalo para actores privados que incurren en esta disparatada conducta. En ambos casos, la beligerancia verbal los despoja de la altura de su dignidad.

Sin embargo, sobre líderes políticos y personas que ejercen la función pública, la Corte Constitucional ha indicado que tienen una libertad de expresión restringida. Cada vez que arremeten contra periodistas o medios de comunicación, desconociendo su posición de poder, no solo deslegitiman la labor de la prensa, sino que ponen en riesgo a sus trabajadores en un país donde la intolerancia, lo constatamos cada día, va ganando la partida, y por goleada. Por supuesto que se puede pensar distinto, faltaría más, pero quienes lo hacen o lo expresan, incluso desde un medio, deben contar con todas las garantías del Gobierno. Si no es así, es que no han entendido el trasfondo de su papel.

La reconocida falacia o táctica Ad hominem –atacar a la persona, en vez de su argumento–, tan vociferada en los espacios digitales para derribar a quien opina diferente o está en la orilla contraria, ha restado calidad al debate reflexivo. Razones viscerales, acentuadas muchas veces por los modos pendencieros de las figuras públicas, han deteriorado el pensamiento crítico de deliberaciones o toma de decisiones. Sus efectos pueden desatar impredecibles crisis de odio. Si nuestros líderes no entienden que les asisten cargas adicionales de tolerancia frente al escrutinio al que los someten a diario los ciudadanos, la prensa y hasta sus contradictores políticos –que por cierto deberían elevar el contenido de sus discursos–, no serán capaces de rectificar ni tampoco de afianzar los valores democráticos de la sociedad que los eligió. No se les convierta en un caballo de Troya incontrolable.