El regreso de los diálogos de paz entre Gobierno y Ejército de Liberación Nacional (Eln), previsto para noviembre, es un paso crucial en la retoma del único camino posible para construir un modelo de solución negociada que ponga punto final al infame conflicto librado por esta guerrilla en Colombia, desde hace más de medio siglo. Este importante avance, porque ciertamente lo es, rompe la inercia de años de cero acercamientos o conversaciones con uno de los grupos armados ilegales de mayor presencia territorial y control social, económico e incluso, político en el país, responsable de enormes impactos humanitarios, por su extendida dinámica criminal, en poblaciones de las periferias y también en las grandes ciudades, como se recordará por los brutales ataques terroristas en Bogotá o Barranquilla.
Llegar hasta este punto de partida no tendría por qué minusvalorarse, como muchos de manera errónea intentan hacer movidos por intereses políticos antagónicos. En últimas, se impone una realidad que convoca a la sociedad a ser partícipe del tránsito del Eln hacia escenarios deseables que conduzcan a su renuncia definitiva a la violencia. Se trata de una negociación, no de un sometimiento. Eso no puede olvidarse. Tampoco que el Eln no es las Farc. Probablemente no terminen en el Congreso, aunque sí requerirán una forma de justicia transicional como la de la actual JEP, con un enfoque particular para sus integrantes. Con razonable optimismo, estos días se han conocido reportes iniciales sobre reducción de sus hechos de violencia o del desescalamiento de sus actuaciones armadas en ciertas zonas del país, lo cual confirmaría su disposición de avanzar. Sin embargo, esto no significa que el Gobierno, al que se le abona su palmaria voluntad de paz, le deba extender sin más un cheque en blanco en la mesa, ni tampoco convendría interpretar que esta negociación tendrá una fácil o rápida resolución. Se precisa de cautela.
La complejidad de la estructura interna del Eln, las actuales circunstancias –distintas en gran medida a las consignadas en la agenda suscrita en marzo de 2016, punto de arranque de los nuevos diálogos–, pero sobre todo, la convicción de que cada proceso de negociación, de acuerdo con experiencias anteriores trae consigo un trámite propio, son situaciones que no pueden soslayarse a la hora de encarar los ingentes desafíos de esta etapa por comenzar. Claramente lo que viene por delante va a ser duro. La conformación de los equipos negociadores o la concreción de la agenda serán fundamentales, al igual que la escogencia del sitio de las conversaciones. Se habla de sedes rotativas. Difícil logística si lo que se busca, como lo demanda el Eln, es una masiva representación o participación de la sociedad civil a la que se debería cuidar de no fatigar vinculándola a interminables mesas de diálogo. Definir alivios humanitarios urgentes en los territorios, verificables por los países garantes u organizaciones internacionales, construirá confianza.
Como esta semana lo señaló un informe de la fundación InSight Crime, “el camino hacia la paz en Colombia pasa por Venezuela”, donde las disidencias de Farc, pero en especial el Eln, se han fortalecido bajo la mirada cómplice o la connivencia del régimen de Nicolás Maduro, hasta convertirse en su “aliado militar” en 40 municipios de 8 estados, en los que está presente. Aunque sea un sapo casi imposible de tragar, la participación de Venezuela habrá que asumirla como un inamovible en la negociación, en la que se hace indispensable que la crisis por múltiples violencias en la frontera sea un elemento central. Al igual que el narcotráfico, asunto que la guerrilla tiene la obligación de abordar con absoluta claridad. Es ingenuo esperar que el progreso de la mesa dependa solo del Eln. El gobierno sabe que ejecutar su agenda progresista facilitará consensos tácitos con la guerrilla, pero ni esto ni su talante de izquierda son garantía de cerrar acuerdos. Hay que trabajar en ellos, así como en las transformaciones propuestas por los elenos, aprovechando, claro, las señales generadas bajo el actual momento político, en el que honrar los compromisos alcanzados, a diferencia de lo sucedido con las Farc, marcará el rumbo de la paz total.