Al grito de “mujer, vida, libertad”, miles de jóvenes iraníes continúan en pie de lucha en las calles de su país exigiendo, sobre todo, dignidad. La muerte de Mahsa Amini, de 22 años, luego de ser interceptada por la policía de la moral, en Teherán, por no llevar, supuestamente, de forma adecuada su velo –o lo que es lo mismo, por enseñar un mechón de cabello de más– ha sido el detonante de una explosión de comprensible furia popular.
Nunca antes en la historia reciente del régimen islámico de los ayatolá, la movilización social había sido encabezada por mujeres –no está de más subrayarlo–, ¡por valientes mujeres que se cortan el pelo en las protestas, queman sus pañuelos en hogueras o bailan en los espacios públicos! Todo lo que les tiene prohibido el excesivo rigor social que ordena códigos de vestimenta extremadamente tradicionales y reaccionarios, reimpuestos desde hace unos 10 meses por el ultraconservador gobierno del clérigo Ebrahim Raisí, tras ganar las elecciones en 2021.
Antes de morir en un hospital, Amini habría sido torturada y golpeada brutalmente en una comisaría adonde fue llevada por integrantes de este cuerpo policial ungido como el fiscalizador o castigador de mujeres a las que acusan de incumplir sus preceptos, claramente retrógrados, sobre cómo vestirse o comportarse. Disposiciones rancias que les otorgan patente de corso para reprimirlas, ‘reeducarlas’, agredirlas o incluso condenarlas a años de cárcel. Todas son formas discriminatorias en una sociedad excesivamente patriarcal que atenta a diario contra los derechos de más de 40 millones de niñas y mujeres, obligadas entre otras pautas a cubrir su cabello con el hiyab: un elemento de la presencia del Estado que todo lo domina. No es un asunto menor o irrelevante. Este no es un debate en contra del velo, sino a favor de la libertad que las mujeres deberían tener para elegir su uso o no, de modo personal y voluntario, al margen de exigencias morales o sociales.
Satanizar sus prendas de vestir, valoradas erróneamente como una herramienta de sumisión o un medio para ejercer poder opresivo en su contra, so pena de sanciones o reprimendas –bien sea un pañuelo, una minifalda o un escote– convierte a las mujeres en ciudadanas de segunda categoría, en Irán o en cualquier otro lugar del mundo. Poder elegir lo que usamos, sin ningún tipo de restricción, también es una forma de libertad de expresión. Y ese derecho fundamental va en contravía del implacable control social que regímenes autoritarios, como el de la República Islámica de Irán, impone a las mujeres. La brutal represión policial contra las manifestaciones pacíficas en repudio por el asesinato de Mahsa es otra señal inequívoca del talante autocrático de un gobierno responsable de la muerte de 76 personas y la detención de 1.200.
Si seguimos calladas nos merecemos lo que ocurre, proclaman en sus mensajes las iraníes nacidas después del año 2000 que disfrutaron cierta autonomía durante el período del reformista Hasan Rohaní (2013-2021). Su generación reclama libertades sociales y oportunidades. Hoy no tienen ni lo uno ni lo otro, también por efecto de la fortísima crisis económica que atraviesa el país. Un motivo más de profundo descontento social que ha inflamado la protesta por la muerte de la joven. No en vano expertos estiman que Irán es hoy por hoy una sociedad presionada bajo presión, en la que es probable que la exigencia de renovación generacional, las brechas entre la élite político-religiosa y el clamor de la calle, al igual que el fin de las violencias contra las mujeres, sucumban ante la ferocidad de la represión estatal. No sería la primera vez que algo así ocurriera. Pero mientras dure, que el mundo se entere del temple libertario de las jóvenes iraníes que usando su cabello como un símbolo de autodeterminación sembraron la semilla de una revolución.