Superados los primeros 45 días de la presidencia de Gustavo Petro, un nuevo foco de conflictividad social se ha exacerbado en el país. Las disputas por la tenencia de la tierra entre comunidades campesinas, indígenas y afrodescendientes o las ocupaciones de predios privados legalmente adquiridos, en muchos casos alentados por grupos criminales, se han multiplicado en distintas regiones, convirtiéndose por obvias razones en un factor desestabilizador en el arranque del actual Gobierno. De manera recurrente, la ministra de Agricultura, Cecilia López, ha salido al paso de implacables cuestionamientos sobre la inacción del Ejecutivo ante invasores que, pese a insistentes llamados, no escuchan razones ni atienden el diálogo, y lo que es aún peor, continúan actuando con violencia, poniendo en riesgo la integridad e incluso, la vida de miembros de poblaciones étnicas. Como en el Cauca y Valle del Cauca, donde por la creciente conflictividad intercultural, la situación ha alcanzado peligrosos límites.
La crisis de la histórica lucha por la tierra, una de las causas de la guerra en Colombia, sigue ahí y mientras no se garantice el derecho a su acceso progresivo, la confrontación que provoca continuará sumando nuevas muertes, odios y divisiones. Demasiadas trincheras en una misma trinchera. Por un lado, están los reclamantes de tierras, generalmente víctimas del conflicto a quienes se las han arrebatado los violentos. Junto a ellos aparecen comunidades rurales sin posibilidad de acceder a lugares donde asentarse ni a medios dignos de subsistencia. Por el otro, se encuentran los pueblos indígenas que dicen llevar a cabo un proceso de “liberación de la tierra” que le ha “pertenecido a sus antepasados”.
Ciertamente, en nombre de la necesidad, son cada vez más numerosos los que reivindican su derecho a tener tierra. Sus argumentos pueden ser más o menos válidos, dependiendo del cristal con el que se miren. Sin embargo, al margen de consideraciones diferenciales alrededor de tan difícil problema de carácter social, al gobierno le conviene no relativizar ni desviar la atención de lo evidente. Sobre todo, para evitar que esta cuestión, cuál bola de nieve, se le siga creciendo. En primer lugar, la invasión de tierras es una conducta tipificada en nuestro Código Penal, sancionada con cárcel. ¿Dónde queda el ejercicio legítimo de la autoridad?, se preguntan, desconcertados, los dueños de los terrenos invadidos.
Segundo, de los 108 casos de ocupación ilegal de tierras identificados en 26 municipios, la Defensoría del Pueblo indica que en al menos 13 de ellos ha detectado vinculación de grupos armados ilegales: disidencias de Farc, Eln o Clan del Golfo, entre otros, que buscan “irrumpir y apropiarse ilegalmente de extensiones de tierra”. Versión que también comparte el director de la Policía, pero que el ministro de Defensa considera una mera hipótesis. Lo que deja en evidencia un preocupante cortocircuito en la institucionalidad. ¿A quién creerle? Como si fuera poco, la Fiscalía anuncia la creación de un grupo especial contra la ocupación ilegal de predios y la Procuraduría trabaja en varios ejes de investigación, luego de establecer la vinculación de funcionarios públicos en algunos casos. ¿Será mucho pedir que unifiquen el relato frente a una ciudadanía cada vez más inquieta por lo que ocurre a su alrededor? No debería serlo.
Frente a una situación que amenaza con complicarse, la minagricultura y su director de la Agencia Nacional de Tierras (ANT) piden tiempo a las comunidades para avanzar en la reforma agraria. El presidente Petro, por su parte, anuncia la compra de 3 millones de hectáreas con deuda para cumplir el Acuerdo de Paz, con destino a campesinos, abriendo un debate interesante. Todos son escenarios válidos, pero demandan tiempo. En tanto, los hechos exigen determinaciones inmediatas. El diálogo siempre será un recurso valioso, pero no debería ser la única opción a considerar cuando pasan los días y se agotan los plazos. Si la propiedad privada es un derecho constitucional, ¿por qué no se protege con claridad? Insistir en que se defiende, pero no hacerlo es incompatible. No se puede ser ambiguo ante una crisis que no ha hecho otra cosa que recrudecerse. Además, se corre el riesgo de enviar un mensaje pernicioso a quienes amagan con acudir a formas de seguridad privada para salvaguardar sus bienes, argumentando que el Estado no está presente. Este falso dilema ha costado miles de muertos en Colombia. Que no se olvide. Tampoco el Ejecutivo ni la Justicia deberían desestimar sus obligaciones constitucionales ni ser vacilantes en sus decisiones. Que no se les haga más tarde. Cada día cuenta.