Hace bien el Gobierno de Gustavo Petro en pedir respeto a la tenencia de la tierra y de la propiedad privada frente a las crecientes invasiones que amenazan con salirse de control en distintas partes del país.

El oportuno llamado de la vicepresidenta Francia Márquez y de los ministros de Agricultura, Interior y Defensa, Cecilia López, Alfonso Prada e Iván Velásquez, se dirige, puntualmente, a quienes en los últimos días han accedido de forma ilegal a predios rurales en Cauca, Valle del Cauca, Cesar y Huila.

Su mensaje no deja dudas al afirmar que se trata de “prácticas inaceptables” para el actual Ejecutivo y conmina a estas personas a desalojarlos cuanto antes. E incluso, advierten que si no se marchan, una vez agotada la preeminente vía del diálogo, la instrucción a la Policía Nacional es actuar para dar cumplimiento a lo consagrado en la ley, que no es otra cosa que proceder a medidas de fuerza, según sea el caso.

Pero como dice el refrán popular “Te lo digo Juan, para que lo entiendas Pedro”, el pronunciamiento también va para aquellos que, luego de adoptar como propio el enfático discurso de democratización de la propiedad de la tierra pronunciado por el entonces candidato Gustavo Petro, se convencieron de la validez o conveniencia de invadir predios o lotes improductivos en sus regiones. Sin embargo, el asunto se cae por su propio peso. No son terrenos baldíos, sino que pertenecen a personas naturales o jurídicas. O lo que es lo mismo, son propiedades privadas, sin uso –válido– pero con dolientes, que ahora exigen que el Gobierno, respetando la institucionalidad, les reconozca sus derechos constitucionales. Así de claro.

Es incontestable que el argumento de reivindicar los derechos colectivos de la tierra defendido por sectores que promueven invasiones empieza a provocarle un insoportable dolor de cabeza al Gobierno, que apenas se está acomodando e intenta poner en marcha gestiones para “buscar equidad en su acceso”.

Entre ellas, una reforma agraria que apostará por aumentar la productividad del campo, sembrando en hectáreas aptas para hacerlo y abordando complejidades como la concentración de la tierra. Propuesta razonable enmarcada en las reglas del juego democrático y orientada a solucionar nuestra desigualdad socioeconómica.

Pero si las invasiones se multiplican, ya no será viable y la estrategia de convertir a Colombia en una “potencia mundial de alimentos” podría encallar antes, incluso, de zarpar. Lo que también haría impracticable saldar la inabarcable deuda histórica existente con la ruralidad.

De ahí la celeridad con la que desde la Casa de Nariño se intenta poner tope, ojalá no sea demasiado tarde, a una crítica situación que exige, además, revisar con lupa los anuncios oficiales. ¿La razón? Evitar confusiones, pues el mensaje dado por el jefe de Estado de que las propiedades en poder de la Sociedad de Activos Especiales (SAE) serían destinadas a comunidades asentadas en zonas de riesgo o a poblaciones vulnerables también allanó el camino a los invasores, hasta el punto de que se podría desencadenar un efecto dominó incontenible.

Inclusive, para el mismo Gobierno que no ha determinado siquiera cuáles podrían ser entregadas. Como si fuera poco, el ministro de Defensa no descarta una posible injerencia de grupos armados ilegales que estarían buscando, ¡cómo no!, pescar en un río bastante revuelto.

Independientemente de quienes aparezcan hoy detrás, si grupos étnicos, organizaciones campesinas o familias pobres, la ocupación de tierras no es para nosotros un fenómeno nuevo. Ha sido una constante en Colombia, debido a que somos una de las naciones con mayor concentración de tierra del mundo, origen de inmemoriales disputas sociales, irresueltas casi todas.

La Ley de Restitución de Tierras no ha sido realmente efectiva, sobre todo, porque la guerra sigue sin tregua en la ruralidad, produciendo nuevos despojos cada cierto tiempo, al igual que una violencia irrefrenable. Ahí está el inmenso reto de este Gobierno. Resolver el conflicto de la lucha por la tierra, especialmente crítico en el Cauca, garantizando el respeto por la ley, mientras mantiene espacios de diálogo para cerrar consensos.

Pero como el diablo está en los detalles, si los términos de ley se vencen y la ocupación no cesa, ¿procederá con el desalojo por la fuerza? Las palabras no se las lleva el viento. Pesan y mucho, tanto las que se usan para defender convicciones como aquellas que pretenden conjurar colisiones. Que no se pierda el rumbo.