Otro triple asesinato estremece a Barranquilla. En las afueras de un establecimiento de ocio nocturno, en el barrio Montes, tres hombres, dos vendedores informales –uno de tinto y el otro de chuzos-, así como un taxista murieron durante la madrugada del domingo, tras ser alcanzados por los proyectiles que de manera indiscriminada dispararon sujetos en moto. Ninguna de las tres víctimas mortales ni los testigos del hecho, que aún no saben cómo esquivaron la muerte, lograron anticipar la lluvia de balas que silenció la música y la algarabía en ese populoso sector del suroriente. En segundos, reinó el desconcierto. Lo que pasó en la carrera 26 con calle 39 es una escena calcada del triple crimen del 20 de mayo en el barrio San José. En esa ocasión, un sicario disparó a diestra y siniestra contra quienes se encontraban en los alrededores de un estadero. Entre esa masacre y la del pasado fin de semana, se registró una más: la de tres jóvenes baleados en el interior de un carro en la madrugada del 4 de julio, en la Cordialidad con Circunvalar. Pese a que las víctimas viajaban con otras personas, los criminales ni siquiera las tocaron.

Tres masacres, nueve muertos. Todos estos hechos dejan insoportables imágenes de desbordada violencia que confirman una alarmante situación de inseguridad urbana en Barranquilla. Las señales del acelerado deterioro del que es considerado un preciado bien común son más que evidentes. Seguirlas desconociendo, tratando de matizarlas o mirando hacia otro lado solo profundizará los riesgos o las amenazas a los que quedan expuestos los ciudadanos. Nadie merece vivir con miedo, amedrentado por el accionar de grupos delincuenciales, estructuras criminales u organizaciones ilegales que se ensañan especialmente con los habitantes de los sectores socioeconómicos más vulnerables de la capital del Atlántico y de municipios como Soledad, Malambo o Juan de Acosta, donde el Clan del Golfo se ha venido haciendo cada vez más fuerte ante la mirada indolente de las autoridades. ¿O es que no se dan cuenta?

La ligereza con la que la Policía justifica los asesinatos múltiples o selectivos, tras insistir en que los fallecidos tenían anotaciones judiciales y, por lo tanto, fueron víctimas de ajustes de cuentas por el control de las economías ilícitas, no contribuye a mejorar el clima de seguridad ni a restaurar la confianza que la gente ha perdido en las instituciones. Esta no es la Barranquilla ni el Atlántico que queremos. Claramente, necesitamos un ‘reset’. Situaciones como esas espantosas masacres, los asesinatos de conductores o las desenfrenadas extorsiones nos han demostrado que solos no podemos enfrentar ni mucho menos superar la arremetida del crimen organizado. Hablar con franqueza sobre el tema como ocurrió en la cumbre de la Comisión Segunda de la Cámara de Representantes, que sesionó hace pocos días en la ciudad, nos pone en el foco de las prioridades nacionales. Nos estábamos demorando en reconocerlo.

En efecto, como lo anticipa hoy EL HERALDO, tras la confirmación del nuevo director de Derechos Humanos del Ministerio del Interior, Franklin Castañeda, Barranquilla ha sido priorizada como un territorio en “emergencia humanitaria” por situaciones derivadas de la violencia. Urge pasar de las palabras a los hechos para que lo antes posible se adopten acciones operativas, sostenibles y coordinadas entre los distintos niveles del orden nacional y local, articuladas con las comunidades y soportadas en la efectiva labor de una Policía cercana a la ciudadanía y de instancias judiciales descongestionadas. Ese es un mundo desconocido frente a lo que tenemos hoy con jueces que manejan más de mil procesos en sus despachos, lo que hace materialmente imposible que sean capaces de solventar la temible impunidad que amaga con hacerse crónica. Y sin justicia, olvidémonos de seguridad.

No basta solo con erradicar fenómenos criminales, entre ellos la extorsión, arraigados en el departamento. También es imprescindible trabajar por su prevención, lo que exige una institucionalidad volcada a resolver los déficits sociales que nutren las distintas formas de violencia. Los errores en la lucha contra la delincuencia se pagan caro. Lo de encerrar en una misma cárcel a tres jefes criminales es de principiantes, pero pasó. No es hora de quedarse callados ni de disimular más. Afrontamos una crisis de seguridad profunda, grave y peligrosa, producto de una tormenta perfecta que amenaza con devorar lo que encuentre a su paso. Que no nos sigan ignorando es una responsabilidad compartida, que a nadie le quede grande insistir en reclamar lo que nos corresponde.