La muerte de 53 internos en la cárcel de Tuluá, luego del pavoroso incendio desatado tras una pelea entre dos capos, es la enésima confirmación de una profunda crisis estructural que sigue sin ser resuelta en Colombia. Solo es cuestión de tiempo para que una tragedia de semejante magnitud, aunque esta es de lejos la más grave que se recuerde, ponga en evidencia otra vez la crítica situación que soportan la gran mayoría, por no decir la totalidad, de las más de 97 mil personas privadas hoy de su libertad en los 128 establecimientos penitenciarios del país. Buena parte de ellos, lo cual no es ninguna novedad, se encuentran controlados por líderes de organizaciones criminales o por las cabezas de entramados de corrupción, auspiciados en algunos casos por guardianes del Instituto Nacional Penitenciario y Carcelario (Inpec) e incluso, por directores de penales.
Sin garantías de seguridad ni condiciones dignas de reclusión que favorezcan su resocialización, los reclusos terminan siendo víctimas o victimarios de una dinámica casi autodestructiva que vulnera permanentemente sus derechos fundamentales e impide romper el círculo vicioso de la reincidencia delictiva. Hechos recurrentes como torturas, extorsiones o muertes violentas; casos de presos alejados por años de sus familias debido a la distancia física que los separa; o la falta de planes educativos o de formación demuestran que el sistema carcelario no cumple la función que lo legitima. Su presupuesto anual, de más de $2 billones, se destina primordialmente a gastos de funcionamiento y a mantener la infraestructura y, en menor medida, a la rehabilitación y proyectos productivos de los internos.
Pero cuidado, que nadie se equivoque. Al calor no hay que buscarlo entre las sábanas. No se trata solo de construir más centros penitenciarios para superar el escandaloso hacinamiento que a nivel nacional sobrepasa el 20 %, mientras en la región Caribe es de casi el 35 % y en el Atlántico se sitúa en el 59 %. Tampoco la solución es cerrar los que actualmente funcionan con flagrantes deficiencias, todas ellas advertidas con contundencia por la Corte Constitucional en tres sentencias, para sacar a las calles a toda la población reclusa, porque eso claramente trasladaría el foco del problema a otras crisis no solventadas. Se precisa de un vuelco radical que dignifique a quienes están privados de su libertad, también en los sitios de detención transitoria, los nuevos epicentros de la aguda crisis humanitaria del sistema.
Colombia está en mora de replantear su política criminal, asumiendo que los fenómenos delincuenciales o de violencia -dependiendo de su gravedad- necesitan un manejo diferencial. Hay que abrir una discusión seria sobre medidas alternativas a la privación de la libertad, en especial cuando se refieran a conflictos sociales. No habrá celdas ni prisiones suficientes, aunque se inviertan cuantiosos recursos en construirlas por montones, si el Legislativo insiste en crear más delitos y aumentar las penas para dar respuesta a las legítimas preocupaciones de la ciudadanía que enfrenta amenazas o riesgos de seguridad. Está demostrado que atiborrar las cárceles, no disminuye la criminalidad, pero sí genera costos económicos y, sobre todo, sociales entre las familias más vulnerables, mientras sobrecarga aún más al sistema penal.
Como ha sucedido en otras latitudes, nuestro enfoque punitivo -centrado en el castigo- tendría que dar un salto hacia políticas públicas orientadas a la prevención y la reducción de la criminalidad, en particular entre los sectores más propensos a incurrir en la comisión de delitos. Esto no significa que no se avance en acciones para normalizar el clima en las cárceles, priorizando la resocialización, mejorando la infraestructura, la alimentación, la atención en salud o la prestación de servicios básicos, entre ellos los de justicia. Superar los actuales escenarios represivos, evidentemente ineficaces, exigirá toda la voluntad política del nuevo Gobierno, que se estrenará con un amplio respaldo en el Congreso. Es, por tanto, el momento ideal para debatir las reformas necesarias que permitan dejar atrás el ‘estado de cosas inconstitucional’ en el sistema penitenciario que descaradamente se le volvió paisaje a quienes han tenido la obligación de resolverlo.