La violencia escolar no es cosa de niños. Este alarmante fenómeno recrudecido en incontables instituciones educativas, tras los prolongados periodos de confinamiento de sus alumnos por la pandemia, constituye una inaceptable lacra social que cada año se cobra la vida de miles de menores de edad y jóvenes de todas las condiciones socioeconómicas en Colombia y en el resto del mundo. Víctimas indefensas y además silenciadas por sus propios compañeros de clase, de escuelas deportivas o de actividades extracurriculares que las someten a rutinas diarias, cada vez más grupales que de carácter individual, de agresiones verbales, físicas, psicológicas, o a hostigamientos en redes sociales, bajo el nuevo contexto del ciberacoso. Un claro abuso, bastante extendido desde antes de la crisis sanitaria, que se potenció por el encierro y frente al cual también se debe actuar con celeridad.
No puede existir ninguna duda acerca de la gravedad de estas conductas tóxicas que devastan la estabilidad emocional de quienes deberían estar disfrutando del mejor tiempo de sus vidas. Niños y adolescentes sumergidos en cuadros de depresión y ansiedad o recurrentes episodios de tristeza y soledad que han perdido interés en lo que antes era motivo de felicidad. A toda la sociedad, en especial a los integrantes de la comunidad educativa –directivos, docentes, padres de familia y alumnos- de escuelas y colegios públicos y privados nos cabe responsabilidad para atajar la descomunal incidencia del bullying que ha superado toda previsión. Las explosiones diarias de violencia dentro y fuera de los salones de clase y las dificultades para autorregular las emociones o mantener la disciplina en las aulas son expresiones de intolerancia, descontrol o rabia que se empiezan a generalizar en los espacios escolares.
Consecuencias, sin duda, de las pérdidas de aprendizajes, del resquebrajamiento de las competencias psicosociales de los estudiantes y de su sobreexposición a diferentes tipos de violencia en el interior de sus hogares durante las extensas cuarentenas. Es arriesgado señalar un solo factor para explicar la actual situación en la que es evidente que pagamos un altísimo precio por el cierre de las instituciones educativas. Era predecible que pasara, pero que no se adoptaran mejores y más inmediatas acciones de respuestas es otra cosa. Porque parece claro que, en el caso de que existan, no son suficientes o no dan la talla. Sin embargo, en defensa de los entornos educativos, también vale reiterar –hasta la saciedad- que los primeros responsables de la crianza de los hijos somos los padres. Nuestro papel es irremplazable, y aquí cabe una pregunta válida que llama a la reflexión, ¿por qué muchos han optado por naturalizar la violencia como un mecanismo legítimo para resolver conflictos? Nefasto mensaje que las nuevas generaciones han incorporado como norma, lo cual exige poner un alto antes de que sea tarde.
Detrás de una víctima, siempre habrá un acosador. A ninguno de los dos se le puede dejar solo o sin atención adecuada. Excluirlos o desescolarizarlos tampoco es acertado. Quien acosa o maltrata suele ser alguien que también está inmerso en su propio infierno. Por consiguiente, los entornos educativos deben esforzarse mucho más por poner al alcance de sus alumnos recursos para que desarrollen conocimientos y competencias que les permitan protegerse a sí mismos y a los demás frente a una realidad de la que nadie está exento. En otras palabras, formarlos para que sean capaces de identificar y denunciar las distintas formas de bullying a través de canales confidenciales en los que se sientan seguros. Da igual si el daño es físico o si las amenazas y burlas se producen en el ciberespacio. No más coacción ni miedo.
En el caso de los testigos, niños y jóvenes compañeros y amigos tanto de víctimas como de agresores, deben entender que no pueden quedarse como simples espectadores pasivos del dolor ajeno, aunque tampoco su papel será intervenir o intentar resolver una crisis que los supera. Informar a los adultos, en especial a sus padres y profesores es el camino a elegir desde el primer momento. Hablemos, no se trata de lamentar o condenar lo inevitable. Niños, niñas y adolescentes soportan un sufrimiento inenarrable por cuenta del matoneo, ese torturador silencioso que en poco tiempo si nada lo detiene puede convertirse en un discreto asesino. ¿Se lo vamos a permitir? Ni silencio ni complicidad. Tampoco negación, pasividad o cinismo. Familias, educadores: estamos frente a una crisis de violencia escolar que demanda medidas urgentes no comités de análisis. Facilitar la denuncia y acompañar a víctimas y agresores es prioridad.