Once años después del inicio de la guerra, el mundo le sigue fallando al pueblo de Siria. Ahora que todas las miradas se dirigen a Ucrania, donde millones de personas sufren las atrocidades de la invasión rusa, casi nadie recuerda el desmesurado costo humano que han pagado los sirios, víctimas de insoportables violaciones de derechos humanos de forma sistemática y a gran escala, desde el 15 de marzo de 2011, cuando estalló la guerra en ese país, gobernado por el sátrapa de Bachar Al-Assad, cercano por cierto al autócrata Vladimir Putin.

En Siria nadie se salva del horror de un conflicto que ha provocado un derramamiento de sangre inconcebible y un nivel de destrucción descomunal, “con escasos parangones en la historia moderna”, como bien reconoce Naciones Unidas. Pero lamentablemente, pese a la magnitud de la devastación, la diplomacia internacional ha sido incapaz de encontrarle una salida política negociada a la confrontación. Las resoluciones del Consejo de Seguridad, convertidas en ‘letra muerta’, confirman que el sistema de gobernanza de la seguridad internacional, como ocurrió recientemente en el caso de Ucrania, no funciona.

Como está planteado, no está en capacidad de responder a desafíos globales, cada vez más extremos, en los que intervienen las grandes potencias con un afán desmedido por manejar a su antojo el ajedrez de la geopolítica. También el de la guerra, buscando satisfacer intereses de todo tipo. El tablero del doloroso juego librado en Siria ubica del lado del gobierno a Irán y a Rusia, gastando miles de millones de dólares para financiar los ejércitos de milicianos radicales que defienden al régimen. Del otro, aparecen Turquía, las potencias occidentales como Estados Unidos, Francia y Reino Unido, además de Estados árabes del Golfo, que sustentan económicamente la lucha de la oposición armada, con los yihadistas a bordo.

En la mitad de esta espantosa contienda, sin esperanzas ni fuerzas, se encuentran millones de mujeres, niños, niñas y hombres que no dejan, ni un solo día, de clamar por el fin de las hostilidades. Los sirios no se merecen el horror que enfrentan desde hace tanto tiempo, no pueden seguir sobreviviendo a su suerte de manera indefinida, dependiendo de la asistencia humanitaria para no desfallecer de hambre, frío o múltiples enfermedades. La humanidad tiene que volver su mirada sobre la tragedia de este pueblo condenado a una pesadilla en vida por reclamar más libertad y democracia durante la Primavera Árabe, la movilización social que desató la brutal represión del dictador Al Assad y desencadenó la guerra civil que ahora los consume.

En Siria nada ha cambiado para bien en los últimos años, en tanto que el impacto humanitario del conflicto no ha dejado de escalar. Ya no se cuentan los muertos ni desaparecidos, estimados en más de medio millón. Tampoco se habla, como antes, de los casi 6 millones de sirios refugiados en países vecinos, en lugares tan miserables como la isla-cárcel griega de Lesbos. Quién se acuerda de los otros cerca de 7 millones de sirios convertidos en desplazados internos en un territorio en ruinas, en el que el 90 % de la población vive bajo el umbral de la pobreza, sufriendo inseguridad alimentaria, sin escuelas ni hospitales.

Es como si Siria no existiera. Pero nada más alejado de la realidad. Aunque al mundo le convenga que la agonía de este pueblo se silencie, Siria está ahí, delante de nuestras narices, recordándonos que es un imperativo moral y humanitario ponerle fin a esta inacabable guerra que ha dejado un número inimaginable de víctimas, entre ellas un millón de niños que no conocen nada distinto a la muerte y desolación en la que nacieron. Urge garantizar el ingreso al país de ayuda humanitaria y que la diplomacia actúe para crear condiciones que reconozcan las aspiraciones de los sirios, respetando su soberanía, integridad territorial e independencia, eliminando toda forma de terrorismo y asegurando el retorno voluntario de los refugiados, a los que Europa y el resto del mundo no puede seguir cerrándoles la puerta en la cara, mientras recibe con los brazos abiertos a los ucranianos. Un ‘doble rasero’ que no puede seguir aniquilando las conciencias de los gobernantes, que como advierte el papa Francisco, “no aprendieron la lección de las tragedias del siglo XX”. ¡Cuánta razón tiene!