Los catastróficos efectos de la guerra en Ucrania, invadida hace 10 días por el Ejército de Rusia, prioridad global indiscutible, han desviado la atención de otra crisis –no menos importante– que de manera silenciosa también aniquila vidas humanas, mientras arrasa con la biodiversidad y con todo tipo de infraestructuras. El segundo informe del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático de Naciones Unidas (IPCC), revelado hace pocos días, vuelve a poner en evidencia la gravedad de una realidad que no da margen de espera: el ruinoso impacto del calentamiento global que desencadenará “múltiples riesgos climáticos inevitables” en las próximas dos décadas. No se trata de más de lo mismo, la situación claramente va a peor.

Tanto en el caso del irracional conflicto en Ucrania como en el de los fenómenos meteorológicos extremos –producto de no haber tomado las acciones necesarias contra el cambio climático– el sufrimiento humano está de por medio. De igual forma, estas situaciones de máxima fragilidad, conducentes a sinuosos caminos de destrucción, dejan al descubierto fallidos liderazgos globales. Ciertamente, los seres humanos, como el planeta mismo, enfrentan callejones sin salidas por cuenta de la incapacidad de unos cuantos para honrar o cumplir a tiempo sus compromisos.

En la misma línea del informe revelado hace más de seis meses sobre las consecuencias físicas del cambio climático, catalogado en ese momento como un “código rojo” para la humanidad, este demoledor documento recoge las conclusiones de 270 científicos de 67 países que, sin medias tintas, insisten con crudeza en cómo el calentamiento global está afectando el bienestar de los seres humanos, primeros responsables de esta perturbación peligrosa y generalizada que erosiona la salud de un planeta agónico, entre otras razones por su modelo de desarrollo no sostenible.

Hoy cerca de 3.500 millones de personas, casi la mitad de la población global, vive en una zona de riesgo, en especial en territorios a todas luces vulnerables, expuestos a sequías, olas de calor, incendios e inundaciones, cada vez más difíciles de gestionar debido a su ocurrencia simultánea y frecuente. Buena parte de estas comunidades afronta, como consecuencia de ello, fortísimas crisis de inseguridad alimentaria e hídrica, además de serios problemas de salud, agudizados por los aún irremediables coletazos de la pandemia. Mientras, la devastación de ecosistemas o extinción de especies se acelera, debido a que los umbrales de tolerancia de plantas y animales empiezan a superarse, alcanzando un punto de no retorno.

Sin la reducción progresiva y eficiente de las emisiones de gases de efecto invernadero para limitar el aumento de la temperatura global a 1,5 grados centígrados, ni adecuadas medidas de adaptación y mitigación frente a un clima cambiante, la meta de descarbonización no se cumplirá. Lo que inevitablemente desatará una debacle tras otra. En este contexto de inacción, los expertos reiteran que el mundo necesitará cuantiosas inversiones para sobrevivir. Entonces, ¿no resulta más sensato financiar acciones de adaptación climática en estos momentos que responder por la impagable factura de los desastres provocados por los fenómenos meteorológicos extremos a futuro?

Está claro que pese a los diagnósticos sobre la “amenaza grave y creciente” del incremento de la temperatura, las soluciones definitivas no terminan de materializarse. La actual crisis climática requiere mucha más determinación, además de dinero, para ponerle freno al “uso insostenible de los recursos naturales, la creciente urbanización, las desigualdades sociales, las pérdidas y los daños causados por los fenómenos extremos y una pandemia”. Mientras más se retrase una acción mundial conjunta y sustentada en la equidad y la justicia, a cargo de gobiernos, sector privado y la sociedad civil, el tiempo seguirá agotándose para asegurar un futuro habitable para las generaciones que están por venir.