Ucrania está al borde del abismo. El anuncio del presidente de Rusia, Vladimir Putin, de reconocer la independencia y soberanía de las autoproclamadas repúblicas populares de Donetsk y Lugansk, ubicadas en el este de esa nación, mete aún más presión a una crisis que se mantiene en plena ebullición, casi a punto de estallar. El mundo contiene el aliento ahora que los hechos parecen indicar que la vía diplomática para desactivar una inminente guerra, de proporciones demenciales, habría empezado a agotarse.

La retórica del mandatario, puesta en escena durante un grandilocuente discurso de 50 minutos dirigido a su nación, en el que se expresó nostálgico del poderío de la otrora Unión Soviética, no solo desconoció las líneas rojas fijadas por Occidente en su pulso por Ucrania.

También Putin, fiel a su impronta desafiante, arremetió contra el Gobierno de Kiev al acusarlo de “genocidio” y validando, en cada una de sus referencias, el porqué de una invasión militar rusa sobre ese territorio, bajo criterios -aparentemente bien sustentados- de necesidad, legitimidad y legalidad. Todos respaldados, como no podría ser de otra manera, por los irreductibles integrantes del Consejo de Seguridad de Rusia.

No contento con volver a romper la integralidad territorial de Ucrania, como ocurrió tras la anexión de la península de Crimea, Putin insistió en responsabilizar a sus autoridades de la ruptura de los Acuerdos de Minsk, iniciativa justamente pactada en 2014 para pacificar la volátil región de Donbás, en la que hoy se estima estarían emplazados cerca de 190 mil militares rusos, esto sin contar a los rebeldes separatistas que el propio gobernante ha apoyado política y militarmente durante cerca de 8 años de incesante conflicto. La simpatía de los habitantes de estas regiones, miles de los cuales son ciudadanos rusos tras haber recibido la nacionalidad, podría ser un acicate adicional para que Moscú decida ‘intervenir’, alegando el derecho de defenderlos o cuidar sus intereses.

Llegados a este punto, Kiev anuncia que apelará a su “derecho a defenderse”, en tanto toca la puerta del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, del que hace parte Rusia como miembro permanente, lo que reduce sus posibilidades de absoluto respaldo. Así que frente al inmutable Putin, al que Occidente acusa de “violar el derecho internacional” o de asestarle “un duro golpe al diálogo”, ¿cuál será el siguiente paso de Estados Unidos, Alemania, Reino Unido o Francia? ¿Se traducirán sus condenas en una acción militar de los aliados de Ucrania, a la que han entregado “armamento defensivo”?

Parece poco probable, aunque no descartable, su implicación directa en una eventual confrontación. La apuesta de Occidente apunta inicialmente a reforzar la imposición de duras sanciones a Rusia con “unidad, firmeza y determinación” para asfixiar su economía, mientras dejan que la OTAN actúe en su flanco oriental para contener cualquier avance del ejército ruso. Queda claro, eso sí, que las cosas aún pueden ir a peor, porque Moscú no se va a “quedar de brazos cruzados” frente a quienes ponen en riesgo su seguridad”, como lo advirtió el propio Putin. Prueba de ello es que decidió movilizar más tropas para “garantizar la paz”. Suena paradójico, pero esa es la absurda lógica que ampara las guerras.

Mientras gobiernos de todo el mundo, en una carrera contrarreloj, evacuan a sus ciudadanos, diplomáticos y representantes comerciales ante las señales evidentes de lo indeseable, millones de personas no tienen escapatoria. Más allá de los nacionalismos de quienes reivindican la trascendencia de este histórico duelo político, la población más vulnerable de Ucrania teme un incremento de sus necesidades humanitarias en un territorio fragmentado, donde más de un millón y medio de personas, como consecuencia de sus antiguos conflictos, se han visto obligadas a dejar sus hogares. Como suele suceder, nadie piensa en ellas ni en las catastróficas consecuencias de una guerra.

Por donde se mire la situación de Ucrania es crítica y el cálculo de riesgo, inimaginable. Neutralizar la inminente escalada de muerte y destrucción de un conflicto en ciernes demanda elevadas dosis de realismo para que la estabilidad global no desbarranque ni se dinamiten todavía más las reducidas posibilidades de concertación basadas en el diálogo y las concesiones. Aún es posible actuar con grandeza y humanidad, además de pragmatismo, para recuperar la sensatez, brindándole a la diplomacia una nueva oportunidad