Hoy en el Día de los Derechos Humanos, cuando se nos recuerda que todos somos iguales, resulta imprescindible detenerse a comprobar cómo la peor parte de los aplastantes efectos de las crisis desatadas por la pandemia ha recaído sobre niños, niñas y adolescentes. Este grupo poblacional, uno de los eslabones más frágiles de la sociedad –junto a los adultos mayores- afronta lamentables retrocesos en sus indicadores de progreso y bienestar a nivel global, lo que ha acrecentado fenómenos de discriminación estructural, desigualdad generalizada o desequilibrios emocionales entre los más vulnerables. Infancias robadas, totalmente irrecuperables que nos deberían escocer en lo más profundo.

Frente a la situación de los menores en el mundo, todo induce al pesimismo. En poco menos de dos años, 100 millones han caído en la miseria. Siendo optimistas, Unicef estima que antes de siete u ocho años no se retornaría a los niveles de pobreza infantil prepandemia, que ya eran realmente penosos. Otra dolorosa regresión que atenta contra sus derechos corre por cuenta del hambre. 50 millones de pequeños sufren de emaciación, una aterradora forma de malnutrición potencialmente mortal que provoca delgadez y debilidad extremas. Todavía más triste es que otros nueve millones se vean amenazados por esta condición.

No es lo único que acorrala a los pequeños, sometiéndolos a insufribles presiones o riesgos permanentes, sin contar las pérdidas que han dejado una huella imborrable en sus vidas. Si el mundo no se moviliza para detener la sucesión de infamias que los ha puesto al límite de sus fuerzas, 2022 terminará con 170 millones de niños sometidos a trabajo infantil, además de un número indeterminado de menores desescolarizados, sin acceso a servicios de salud ni a vacunas, no solo contra la covid.

Intolerables exclusiones que hipotecan su futuro, sobre todo el de las niñas obligadas por sus padres a casarse con hombres que en algunos casos les triplican la edad, para huir de la pobreza o el hambre. El dato que entrega la misma Unicef es absolutamente estremecedor: 10 millones de matrimonios infantiles se producirían antes del final de esta década como consecuencia del impacto del virus. Salir de un infierno para entrar en otro, condenándolas a vivir sin dignidad ni esperanzas.

¿Dónde está la humanidad que no se rebela ante esta y otras monstruosidades contra los niños? “¡Detengamos este naufragio de la civilización!”, clamaba hace poco el papa Francisco, refiriéndose al drama de los migrantes, buena parte de ellos menores de edad. No le faltaba razón.

Las privaciones, injusticias o desigualdades que dañan a los niños, niñas y adolescentes, en particular las que han arreciado durante la pandemia, provocándoles descomunales sufrimientos o incluso acabando con sus vidas, en Colombia o en cualquier lugar del mundo, siguen sin tener una respuesta adecuada. Se hace tarde para pasar de los lamentos a la acción. No actuar a tiempo frente a las crecientes tragedias que soportan no solo es indigno, también es cobarde.

Si no se realizan en el corto plazo inversiones importantes en salud, educación y protección social para ellos, buscando revertir los retrocesos que han deteriorado su calidad de vida, corremos el riesgo de desencadenar nuevos ciclos de conflictos o crisis que los afectarán más adelante. Recuperar lo perdido es lo fundamental en la pospandemia, ¿cómo no destinar entonces todo lo que sea necesario para garantizar el cumplimiento de sus derechos, tristemente convertidos en papel mojado?

Ellos deben ser, de lejos, la prioridad de gobiernos, instituciones públicas y organizaciones comunitarias. También del sector privado que puede hacer mucho más para aportar en la construcción de un contrato social basado en una nueva economía enfocada en el respeto de los derechos humanos de todos. El camino es largo y sinuoso, pero el único enfoque posible para asegurar futuro digno para los niños, niñas y adolescentes es cuidar su presente.