Tras meses de enorme expectativa, Encanto, la película animada de Disney, se estrenó en las salas de cine de Colombia. Inimaginable hacerlo en mejor época que esta. A pocos días de celebrarse la Navidad, justo ahora cuando las luces nos deslumbran e ilusionan desencadenando intensas emociones, la fantástica historia de la estirpe de los Madrigal –al estilo de los Buendía-, impregnada del envolvente realismo mágico de Gabriel García Márquez, irrumpe como un canto a la vida de los colombianos. Ciertamente, es un bálsamo ante la avalancha de circunstancias complejas que suelen dejarnos al borde del abismo.

Cada uno de los bien cuidados detalles de la producción revalida la extraordinaria riqueza cultural de nuestras regiones, expresada en sus costumbres típicas, tradiciones musicales o delicias gastronómicas, sin dejar de lado uno de los atributos más reconocidos del país a nivel global: su exuberante biodiversidad. El resto de este suculento banquete de colombianidad, condensado en 110 minutos de entretenimiento garantizado, corre por cuenta de las vivencias de los personajes, una prole literalmente sorprendente, y no solo por sus poderes, que seduce a los espectadores de principio a fin. Inevitable experimentar un cúmulo de sentimientos que dejan enseñanzas rotundas en el alma.

Más allá de los matices que observadores e incluso críticos de cine han puesto en evidencia frente a ciertos atributos físicos, determinados vestuarios o el diseño arquitectónico de ‘La Casita’, el espacio físico donde transcurre buena parte del relato central de la familia, no queda duda que muchísimas de las diversas facetas de la Colombia multicultural y pluriétnica resultan fielmente retratadas en la producción. Encanto somos todos, aunque a muchos les cueste reconocerlo. Estamos tan acostumbrados a maximizar lo que nos distancia o divide, como le escuché decir hace unos días a una mujer tan sencilla como poderosa, que a la larga no nos fijamos en la cantidad de cosas bonitas que nos une, o al menos nos acerca.

Quizás, a juicio de quienes desestiman el optimismo como una alternativa legítima para enfrentar las situaciones más adversas, esta película que muestra a una Colombia de gente buena, con entrañables valores familiares, plena de sincretismo cultural, y colmada de una estremecedora belleza natural -que ha empezado a fascinar a medio mundo- tenga que ser asumida como una simple estrategia comercial. No faltarán tampoco los que en su afán de ejercer un cuestionamiento destructivo la cataloguen como una burda manera de edulcorar nuestra sofocante realidad social, económica y política. Están en su derecho.

Sin duda, somos un país en permanente contradicción, donde la evolución de hasta los hechos más simples puede dar pie a crisis realmente complejas. Es más, siendo realistas, en muchos momentos las cosas parecen ir bastante mal, pero vale la pena señalar también que contamos con notables fortalezas para revertir el rumbo aún más desfavorable. Desde luego, tenemos inmensos retos por superar. Nunca ha sido diferente. Aunque, eso sí, en estos momentos juega en nuestra contra la descomunal pérdida de confianza en las posibilidades de mejorar. Así que al tomar parte en la eterna dicotomía entre ver el vaso medio lleno o medio vacío, algunos han decidido seguir el camino que parece más fácil, el del pesimismo desbordado. O lo que es lo mismo, el del catastrofismo irrevocable.

Entre desconcertados y abatidos por la magnitud de los problemas a los que se enfrentan, buena parte de los colombianos difícilmente encuentra razones para ser positivos. Pero aun así lo son. ¡Berracos! Mantienen una actitud entusiasta, creen en un mejor futuro y se esfuerzan por intentar alcanzarlo. Saben que soñar es gratis. Sin dejar de ser escépticos o de cuestionarlo todo, su optimismo es casi pragmático y hace necesario contrapeso a las reiterativas crisis que nos sacuden. Encanto también lo hace. Sin mayores aspiraciones que recordarnos el incalculable valor de todo lo que encierra esta patria nuestra a la que se le rinde homenaje, la historia de los Madrigal nos convoca a hacer una pausa para detenernos a disfrutar durante un rato de la Colombia mágica, la que enamora y fascina, mientras encontramos la forma de cambiar a la convulsa, desigual e inestable, a la que también llevamos dentro del corazón.

El resto de este suculento banquete de colombianidad, condensado en 110 minutos de entretenimiento garantizado, corre por cuenta de las vivencias de los personajes, una prole literalmente sorprendente, y no solo por sus poderes, que seduce a los espectadores de principio a fin. Inevitable experimentar un cúmulo de sentimientos que dejan enseñanzas rotundas en el alma.