El drama humanitario en la frontera de Colombia con Panamá, donde más de 22 mil migrantes se encuentran represados en lamentables condiciones, empieza a tornarse en tragedia. Tres mujeres, dos haitianas y una cubana, fallecieron en el naufragio de una embarcación desprovista de las mínimas normas de seguridad que en horas de la madrugada zarpó de Necoclí, en Antioquia, hacia el archipiélago de San Blas, en el vecino país. Otras seis personas, entre ellas un bebé de 8 meses, están desaparecidas y 21 más lograron ser rescatadas sanas y salvas. No son las primeras vidas perdidas en este peligroso periplo ni tampoco serán las últimas. Lamentablemente, el desespero de los viajeros que intentan atravesar, a cómo dé lugar, el golfo de Urabá para acceder a la selva del Darién, y de allí continuar rumbo a Estados Unidos, los arrincona a tomar decisiones riesgosas en extremo.

Ninguno de nosotros debería ignorar por más tiempo lo que allí ocurre. Mirar hacia otro lado o silenciar la situación de absoluta precariedad que afronta esta población en movilidad no resuelve su sufrimiento. Tampoco sirve de nada, además es inaceptable desde una perspectiva moral creer que las vidas de estas personas valen menos que las nuestras. Frente a las catástrofes humanas que desencadenan los flujos migratorios irregulares, presionados por múltiples causas – en especial la miseria, falta de oportunidades en sus lugares de origen o la desesperanza– la sociedad no puede tolerar que la política de la muerte se imponga, haciendo zozobrar principios básicos de humanidad. La capacidad institucional con sus limitados recursos, puesta a prueba en medio de esta difícil coyuntura, no sale bien librada. La dimensión de la emergencia supera la respuesta de las entidades colombianas e incluso la de los organismos internacionales que reclaman acciones más coordinadas.

En los primeros 9 meses del año, más de 91 mil migrantes en tránsito a los Estados Unidos, 56 mil de ellos haitianos, llegaron a Panamá luego de atravesar a pie la selva del Darién, procedentes de Colombia. Uno de cada cinco son niños, la mitad de ellos tiene menos de cinco años. Esta ruta migratoria es una travesía plagada de incalculables amenazas, como la falta de agua potable, el acecho de animales salvajes y la presencia de grupos criminales que someten a los viajeros a robos, maltratos físicos y abusos sexuales. Por eso, es increíble que –como documentan funcionarios de Unicef– se encuentre cada vez a más niños, algunos muy pequeños, realizando solos el riesgoso viaje. Sin duda, los 19 mil menores de edad que este año han cruzado la jungla del Darién son sobrevivientes del horror.

Resulta prioritario establecer mecanismos que gestionen, sobre el terreno, esta crisis migratoria de gran magnitud antes de que se desate un potencial conflicto con consecuencias imprevisibles. En los escenarios de la diplomacia internacional también se debe atender el drama humanitario. El éxodo de ciudadanos haitianos, así como el de venezolanos, debe ser abordado como un asunto de corresponsabilidad hemisférica. Si bien es cierto que Colombia y Panamá, por ser la ‘frontera caliente’ de este tránsito están recibiendo la mayor presión, a las demás naciones de la región también les corresponde sumarse a la búsqueda de salidas conjuntas. Los convenios de cooperación entre los países de origen, tránsito y llegada puede ser una de ellas, en especial para concertar acciones policiales y de justicia dirigidas a combatir a las temibles mafias de trata de personas.

La cumbre del próximo 20 de octubre entre cancilleres y representantes de al menos 10 países, en Bogotá, a la que ha confirmado su asistencia el secretario de Estado de los Estados Unidos, Anthony Blinken, es una oportunidad para discutir opciones, por ejemplo un corredor humanitario entre Colombia y Panamá o la ampliación del cupo de 500 migrantes diarios que pueden moverse de un país a otro. Simultáneamente, en Cartagena, el defensor del Pueblo, Carlos Camargo, sostendrá un encuentro con sus homólogos de Iberoamérica, centrado en la protección de los derechos de la población migrante. Todo suma.

Urge mayor conciencia colectiva frente a esta crisis. Nada justifica que miles de personas padezcan lo indecible por intentar buscar mejores condiciones de vida. La política de fronteras debe considerar que la migración humana es imparable y en ella debe prevalecer el respeto por los derechos humanos. Lo contrario es un crimen contra la humanidad.