Veinte años después del peor atentado terrorista de la historia que precipitó el establecimiento de un nuevo orden global, desatando nefastas guerras preventivas aparejadas de crisis humanitarias aún hoy irresolubles, el mundo sigue siendo tan complejo y desigual como entonces, además de absolutamente inseguro. Quebrantando las leyes de las guerras o pasando por encima de los límites del Estado de derecho, para defenderse de sus enemigos, un número indeterminado de gobiernos –desde América hasta Europa, pasando por Oriente Medio y África– han conculcado los derechos civiles de sus propios ciudadanos, abriendo un interminable debate entre seguridad versus libertad que los pone, lamentablemente, en el mismo nivel de quienes buscan neutralizar. No queda duda de que durante las últimas dos décadas la doctrina de “la guerra contra el terror” redefinió las reglas del tablero internacional, pero no garantizó más seguridad.
Pese a las incontables acciones bélicas en Afganistán o Irak, ejecutadas incluso por fuera del paraguas de la ONU, ni Estados Unidos –con su poderío militar, tecnológico y económico– ni sus aliados han sido capaces de erradicar la irracionalidad del terrorismo que se reinventa, cada cierto tiempo, a través de la repudiable actuación de lobos solitarios o franquicias de Al Qaeda y el Estado Islámico en sus territorios. Por no hablar de los incendios que sus intervenciones han desencadenado en otros países convirtiéndolos en campos de batalla sin fin. El estruendoso fracaso de la coalición internacional en Afganistán, primera parada de “la guerra contra el terror” tras los ataques del 11-S, demostró que la respuesta ante la detestable amenaza terrorista no puede ser únicamente militar. Luego de 20 años de ocupación, una dolorosa estela de víctimas, decenas de miles de refugiados, además de cuantiosas inversiones y un incalculable gasto militar, el objetivo de la misión no se cumplió. Afganistán no es un Estado democrático con instituciones sólidas y confiables, donde se respeten los derechos humanos, ni el régimen de los talibanes, que resguardó a Osama bin Laden en las montañas del país, desapareció. Por el contrario, se encuentran hoy, otra vez, en el poder. La retirada de las tropas aliadas de esta intrincada zona de importante valor geoestrátegico, por su cercanía con las repúblicas exsoviéticas, Irán, China o Pakistán, abre un tiempo de enorme incertidumbre frente al riesgo de que se convierta nuevamente en un santuario terrorista. Es como si el tiempo no hubiera pasado.
Al terrorismo hay que enfrentarlo, eso no se cuestiona; el cómo hacerlo es la clave. Cruzar líneas rojas en defensa de la seguridad sin tener en cuenta las consecuencias de actos que vulneran derechos, como ocurre con demasiada frecuencia, mantiene atrapada a la humanidad en una constante zozobra ante la incertidumbre de nuevos ataques inesperados. Una secuencia sin fin que hace al mundo un lugar más inestable, confuso y peligroso. Un barco a la deriva en el que se suceden actitudes o reacciones cada vez más xenófobas, hostiles e insolidarias, alentadas por el discurso del miedo, contra los refugiados, víctimas de las crisis humanas, sociales y políticas originadas por invasiones u operaciones secretas en sus países.
Hoy, hace justo 20 años, en 90 minutos cerca de 3 mil personas perdieron la vida, cuando dos aviones –transformados en misiles– perforaron las torres norte y sur del World Trade Center. Un tercero impactó el Pentágono en Virginia, y un cuarto se estrelló contra un campo abierto en Pensilvania. Nadie olvida. La carga emocional de la tragedia sigue intacta en los estadounidenses. Se acostumbraron a vivir con miedo, valga decir que el resto del mundo también. Es lo que desean los terroristas. La respuesta contra ellos debe revaluarse, en particular después de la fallida intervención en Afganistán. Pero por encima de todo, es deseable que los líderes mundiales entiendan, para redefinir prioridades, que la humanidad afronta hoy otras amenazas existenciales mucho más extremas, como lo demostró la irrupción de la pandemia de covid-19, en 2020, y lo confirma, a diario, la emergencia climática. Actuar contra cada una de ellas es apremiante, sobre todo porque las tres, pese a los esfuerzos globales, siguen sin estar resueltas.