Salamina espera desde hace más de un año una solución definitiva a la gravísima amenaza que se cierne sobre miles de habitantes de esta zona, donde el río Magdalena se está tragando a pedazos la margen derecha de la vía que la comunica con El Piñón. Pese a que el fenómeno erosivo ha sido sobrediagnosticado en varios estudios, en los que competentes expertos han definido la hoja de ruta a seguir, las marcadas diferencias entre las entidades responsables de resolver la emergencia han impedido materializar la consecución de una pronta salida, tal y como reclama con absoluta desesperación esta comunidad que no volvió a dormir tranquila. Afrontar una crisis tan seria con arreglos efectistas, que apenas mitigan el problema, ha generado desconcierto entre la ciudadanía, el sector productivo y la dirigencia que llevan meses quejándose de desidia estatal, centralismo rampante o desaciertos en el manejo de la situación. Las parálisis de la operación del ferry en el punto de Las Carmelitas, como la actual, o los reiterados cierres de la variante construida provisionalmente para conectar a las poblaciones han causado una afectación incalculable en la movilidad, en la economía, pero sobre todo en la calidad de vida de sus ciudadanos, que se declaran hartos de las maniobras de distracción de la institucionalidad.

La emergencia en Salamina es de vieja data. En noviembre de 2019, cuatro meses antes de la irrupción de la pandemia, el entonces alcalde, José Díaz Marchena, declaró la calamidad pública para asegurar recursos que permitieran intervenir el kilómetro 2,4, en el sector El Tamarindo, impactado por la erosión. El año terminó con el diseño de un plan para atender el problema, pero como el río bajó de nivel la iniciativa se engavetó. Equivocación mayúscula porque la socavación del agua en la ribera siguió haciendo lo suyo, incluso con una tasa de erosión de 50 metros por año, cuando lo normal era de 4 a 5 metros. No pasó mucho tiempo para que lo peor llegara. El 30 de agosto de 2020 la carretera se rompió en ese punto y seis semanas después lo hizo en el kilómetro 2,1.

Desde entonces, ante la arremetida constante de un río dinámico, vivo y vibrante, la erosión ha socavado la orilla en distintos tramos de la vía, derribando terraplenes, colapsando bordas que protegen predios particulares, tumbando estructuras como la caseta del ferry y, de paso, desatando la zozobra colectiva. Basta repasar los acontecimientos de los últimos meses, como recientemente hizo EL HERALDO, para comprender que esta crisis avanza sin control y corre el riesgo de empeorar. La amenaza de una inminente inundación o desbordamiento planea a diario sobre la comunidad que reclama la puesta en marcha del Plan Maestro para Salamina y El Piñón, liderado por Cormagdalena. El proyecto apuesta por la reconstrucción y protección de la orilla, un nuevo trazado de la carretera y el dragado inducido y controlado en el río. Sus fases están cantadas, pero no terminan de concretarse, desencadenando más que un justificado agobio entre los ciudadanos.

No se trata de cuestionar los procedimientos, porque es lo correcto para avanzar en los estudios, diseños, traslado de recursos, licitaciones y un larguísimo etcétera. Se trata de redoblar esfuerzos para ponerle el acelerador a un asunto impostergable por más tiempo en el que se requiere construir consensos entre los actores institucionales –con voluntad, anteponiendo cualquier interés o cálculo político y apartando los egos– para lograr cuanto antes su ejecución. Solo así se podrá poner fin a esta angustia recurrente que también desvela a los habitantes de los municipios atlanticenses Campo de la Cruz, Candelaria y Ponedera, emplazados en la otra orilla del río, afectados de igual manera por la erosión. El bienestar de miles de personas está de por medio.