La Corte Constitucional amplía y profundiza el derecho fundamental a morir dignamente en Colombia y elimina la barrera de la enfermedad terminal. Esta nueva decisión judicial extiende el alcance de su primer e histórico fallo, emitido en 1997, que despenalizó la eutanasia, para amparar también el derecho de los pacientes con enfermedades incurables, avanzadas pero no terminales, a acceder a una muerte digna con asistencia médica, “siempre que padezca un intenso sufrimiento físico o psíquico”, y exista un consentimiento libre e informado de la persona.

El alto tribunal vuelve a dar un paso trascendental para garantizar la voluntad de personas que de manera libre y consciente deciden poner fin a existencias sometidas a auténticos calvarios por cuenta de sus dolencias irreversibles. La eutanasia, legal en el país desde hace 24 años pero ejercida de manera efectiva solo a partir de 2015, enfrenta aún enormes obstáculos que vulneran, de acuerdo con los magistrados de la Corte Constitucional, el derecho fundamental a morir dignamente de quienes solicitan el procedimiento. Pese a cumplir con todos los requisitos, muchos de los que persisten en su determinación se estrellan contra barreras insalvables de todo tipo que los conducen a buscar formas de morir clandestinas o secretas, como si fueran delincuentes, lo que agrega más dolor y desconsuelo a una decisión extremadamente compleja.

Ante el inmovilismo del Congreso de la República, que ha dilatado durante años su responsabilidad de reglamentar la eutanasia, anteponiendo sus cálculos políticos y electoreros a la protección de este derecho, la Corte reitera su exhortación al Legislativo para avanzar en la eliminación de las “barreras aún existentes” para garantizar el “acceso efectivo” de los pacientes. Basta revisar las cifras para entender este llamado. En los últimos seis años solo se han realizado 94 procedimientos en el país, y de cada cinco solicitudes solo dos prosperan. Si los parlamentarios no resuelven los vacíos que los fallos de la Corte han abierto en torno a este asunto tan sensible –en el caso de niños o personas con incapacidad legal– no habrá mecanismos para hacer respetar la decisión de los pacientes terminales, cuando no exista un documento de voluntad anticipada que valide su elección.

Reflexiones médicas, jurídicas, éticas y religiosas aparecen en la maraña de trabas que enredan la aplicación de la eutanasia en el país, mientras sectores o grupos defienden la validez de estos argumentos, lo cual es totalmente legítimo en una sociedad democrática y pluralista. No obstante, cada vez hay más personas que reclaman espacios de autonomía y libertad en relación con su vida y también con su muerte, si es que deciden buscarla de manera asistida bajo los parámetros establecidos por la Corte. Es su derecho y debe salvaguardarse, sin que esto riña con la posibilidad de recibir cuidados paliativos que alivien sus padecimientos durante su última etapa.

La muerte forma parte de la vida. Pero casi nunca las personas se detienen a reflexionar acerca de este crucial momento que suscita un escenario ineludible que nadie debería soslayar, al no tener la certeza de cuándo ocurrirá. Mientras se está sano y vital, pensar en cómo morir resulta un despropósito, pero muchas personas que soportan enfermedades incurables o padecimientos graves, crónicos e incapacitantes encuentran en la eutanasia una opción para ponerle fin a una existencia martirizada por el sufrimiento. Cada quien debería poder decidir sobre el final de sus días, de acuerdo con sus consideraciones y creencias y en pleno uso de sus facultades mentales, evitando que terceras personas asuman una determinación tan relevante, además de dolorosa. Reglamentar la eutanasia, y hacerlo cuanto antes, es una cuestión de dignidad y no de política.