Las catastróficas inundaciones en el centro de Europa, las inéditas lluvias en China o las aplastantes olas de calor en los países nórdicos, Canadá y el norte de Estados Unidos no son fenómenos aislados. Estos eventos extremos responden a un patrón meteorológico muy poco habitual, a juicio de los expertos, pero cada vez más recurrente debido a la creciente amenaza del cambio climático. Cuesta entender por qué, a pesar del agravamiento de las consecuencias del calentamiento global, la humanidad sigue sin adoptar las determinaciones necesarias para reducir las peligrosas emisiones de gases de efecto invernadero provocadas por la acción del hombre. Si no se intensifica la acción climática, la temperatura del planeta continuará aumentando, lo que desencadenará –con mayor frecuencia e intensidad– manifestaciones climáticas inimaginables. La sentencia es implacable.
En Alemania o Bélgica, donde 200 personas murieron y los daños materiales superan miles de millones de euros, llovió en dos días lo esperado en dos meses. Pueblos enteros quedaron arrasados en cuestión de horas y decenas de miles de personas resultaron afectadas por las inundaciones. Ningún científico ni autoridad ambiental de estos países del llamado primer mundo pudo anticipar el demoledor alcance del fenómeno, pese a que Europa, como reconocía la propia Organización Meteorológica Mundial (OMM), cuenta con avanzados sistemas de predicción capaces de emitir alertas tempranas que sirven para alistar su respuesta a las emergencias climáticas. Lo sucedido en este verano atípico en Europa y Norteamérica es un campanazo de alerta para los países más vulnerables a los efectos del cambio climático, entre ellos Colombia, y en particular sus costas, porque queda demostrado que no existe suficiente preparación a la hora de afrontar el destructor impacto de las alteraciones del clima causado por la mano del hombre.
Emprender una lucha decidida contra el cambio climático, asociado a más calor y en consecuencia a lluvias torrenciales o a intensos temporales de frío y nieve, no solo pasa por alcanzar la neutralidad de carbono, un asunto innegociable e inaplazable por más tiempo. También es clave adoptar políticas de planificación urbana que eviten la construcción de ciudades a lo largo de ríos o cuerpos de agua que, bien es sabido, tienen memoria, y más temprano que tarde terminarán recuperando su cauce, como ocurrió en Alemania, según documentó la misma Organización Meteorológica Mundial (OMM). Insistir en desviar el curso de ríos, lagos o ciénagas, en medio de esta emergencia climática sin precedentes, constituye una inaceptable falta de previsión con impredecibles secuelas. Urge replantear la actividad humana en las cuencas fluviales ante las ruinosas evidencias de su afectación.
2020 pasó a la historia como el segundo año más cálido desde que existen registros, lo que confirmó el acelerado deterioro de los indicadores del cambio climático, como el aumento del nivel del mar, más pérdidas de hielo marino y fenómenos meteorológicos extremos con gravísimas consecuencias para el desarrollo socioeconómico global, sobre todo en la seguridad alimentaria de millones de personas. Nada de esto es gratuito, y luego de lo sucedido en Alemania, China o Canadá está claro que ninguna región del mundo se encuentra a salvo. Reforzar las estrategias para mitigar el riesgo siempre será necesario, pero la única forma de parar esta debacle desatada por el cambio climático es lograr que todos los países del mundo, en particular los más industrializados, pasen de los discursos a los hechos y se comprometan a hacer mucho más para reducir de manera progresiva sus emisiones de gases contaminantes. El futuro es hoy, y el tiempo para actuar se agota.