Dieciséis meses después del inicio de la pandemia en Colombia, el panorama es muy distinto al de los primeros días del estricto confinamiento decretado para salvar vidas. La crisis sanitaria desatada por el virus se mueve hoy a dos velocidades distintas. Por un lado, la de los vacunados –los mayores de 40 años inmunizados con una o dos dosis, entre quienes se ha reducido notablemente la incidencia de casos– y la de los jóvenes, que están en la fila de la inmunización y a quienes, por distintas razones, les cuesta mantener las medidas de salud pública. Un escenario complejo e inevitable que provoca impotencia entre las autoridades, en particular las de salud que no descartan nuevos brotes como los que ya se registran en Europa donde afrontan una quinta ola de contagios impulsada por la supercontagiosa variante Delta.

A pesar de los reiterativos mensajes que reclaman el cumplimiento de las normas de autoprotección, el temor a un castigo ni a las nefastas consecuencias de un contagio actúa como motivador para controlar el comportamiento ciudadano. Es un hecho incontestable que hace meses se perdió el alcance de la disuasión o el miedo frente al coronavirus que sigue haciendo lo suyo, y confirmando de manera invariable su devastador impacto en la salud física y mental de las personas.

A esta altura de la crisis, desatender las pautas sanitarias con evidente desaprensión no solo tiene origen en la inexorable fatiga pandémica, resultado de un larguísimo año de duras restricciones, o en cuestiones éticas relacionadas con actitudes irresponsables o falta de empatía. También debe considerarse el impacto de la reactivación económica de los sectores productivos que sacaron más gente a las calles y aumentaron el riesgo de contagio, si no se guardan con absoluto rigor las recomendaciones sanitarias preventivas. Muchos estiman que la recuperación plena es normalidad plena, y no es así. La covid continúa suelta, pero nos gana el sesgo optimista al pensar que todo lo malo alrededor del virus le ocurrirá a los demás y no a nosotros mismos.

No se trata de hacer un implacable juicio de valor para señalar culpables, sino de entender que seguimos teniendo una tarea que cumplir si deseamos dejar atrás este momento. Pero, sin duda, hay que replantear la estrategia ante el hartazgo generalizado para insistir, en medio de la amenaza aún vigente, que no es deseable ni sensato ignorar o subestimar la validez de preservar las medidas. Una de esas nuevas intervenciones llega de la mano de la Fundación Santo Domingo, que dentro de su campaña “Porque quiero estar bien”, lanzada a principios de la pandemia, da un paso más para convocar a la comunidad al autocuidado explorando sus razones para hacerlo. Cada quien las tiene: personales, familiares, e incluso profesionales. Es un buen punto de partida para que acompañando a los ciudadanos en sus espacios cotidianos, la casa, el barrio o su sitio de trabajo, estos asuman sus responsabilidades empoderándose de su propio bienestar y el de su entorno más cercano, bajo tres pilares insustituibles: la vacunación, la adopción de protocolos de bioseguridad y la atención de la salud mental.

Son conductas simples y fáciles de asimilar, aunque claramente demandan determinación individual y colectiva importante, además de voluntad. Evitar la falsa percepción de que hacemos lo suficiente o que cumplimos más que el resto es fundamental para no justificar nuestras debilidades. Si todos remamos hacia el mismo lado, seremos capaces de avanzar. No relajemos el esfuerzo, y más bien fortalezcamos nuestras capacidades para ser protagonistas en este momento de la pandemia promoviendo cambios positivos, sin que otros nos digan cómo actuar.