El Estado colombiano tiene enormes deudas pendientes en la lucha contra la corrupción, un problema de dimensiones estructurales agravado con nuevos y vergonzosos hechos anómalos e irregulares detectados durante la atención de la emergencia por el coronavirus, en los que han resultado involucrados funcionarios públicos, contratistas y representantes del sector privado. Un mal endémico en nuestra sociedad, perverso y dañino como pocos, criminal e inmoral, pero tristemente tolerado en los más altos círculos del poder político y económico.

Millonarios recursos públicos destinados a aliviar las necesidades de los más vulnerables en los peores momentos de la crisis por la Covid-19 fueron desviados por inescrupulosos que aprovechando la urgencia institucional para dar respuesta inmediata, a través de la contratación pública, a las demandas de servicios sanitarios y asistencia social estructuraron en tiempo récord entramados de corrupción favoreciendo sus intereses, mientras le hacían el quite a la vigilancia de los entes de control. Duele reconocer, pero no sorprende. La corrupción está enquistada en las entidades públicas del país.

Hoy en el Día Internacional contra la Corrupción, Colombia debe entonar un mea culpa frente a los escasos avances alcanzados en esta materia. Si no se fortalecen instrumentos específicos en esta lucha, adelantan más acciones institucionales y se ponen en marcha medidas para impulsar una vigorosa política pública anticorrupción seguiremos dando vueltas en el mismo punto lamentando los hechos y anunciando castigos que difícilmente llegan a concretarse.

Transparencia por Colombia, en un nuevo informe anual sobre las iniciativas lideradas por el actual Gobierno, ofrece un análisis pertinente sobre la realidad nacional. La conclusión es evidente: no hay tiempo que perder para reforzar en los territorios y a nivel central los esquemas de prevención, investigación y sanción de los casos de corrupción, promoviendo mecanismos de denuncia y protección de denunciantes y testigos, en tanto se definen sanciones más fuertes para personas naturales y jurídicas que incurran en estos delitos.

Un efectivo control ciudadano demanda el acceso a la información pública, libertad de expresión y garantías de participación. Si estos derechos no se aseguran, seguirá creciendo la desconfianza en las instituciones, que a diario se ve lesionada por los permanentes escándalos sobre el manejo de los recursos públicos y la contratación de copartidarios o aliados por razones políticas y no por meritocracia.

No todo vale en política y es algo que a la dirigencia del país aún le cuesta entender. Es intolerable un manejo de la ética pública que se acomode a las circunstancias de los gobernantes de turno. Las acciones técnicas y políticas deben ir de la mano. De nada sirve avanzar en la expedición de nuevas normativas en la administración pública, como ocurrió en el último año, si no hay coherencia con el discurso y las medidas del día a día para garantizar transparencia. De ahí que resulte fundamental proteger, a toda costa, el equilibrio de poderes y la independencia del sistema de pesos y contrapesos del Estado, claves a la hora de combatir este flagelo crónico.

Frenar la corrupción política-electoral es uno de los desafíos más inmediatos. Es indeseable que aún no existan avances en torno a una reforma política y otras acciones que aseguren transparencia e integridad en la financiación de campañas y partidos, eviten la entrega de contratos estatales a aportantes privados de campañas y criminalicen delitos electorales.

Reforzar la institucionalidad contra la corrupción mediante una política pública de transparencia, integridad y legalidad debe ser una apuesta constante de todo gobierno en Colombia y una exigencia de cada ciudadano llamado a ejercer veeduría de lo público desde el pleno ejercicio de sus libertades.