A Javier Ordóñez lo mataron a golpes. Es lo que dice un informe preliminar de la Fiscalía que revela cómo el hombre de 46 años murió como consecuencia de la paliza que le propinaron en el interior del CAI del barrio Villa Luz de Bogotá, hasta donde lo trasladaron los policías que minutos antes lo habían inmovilizado y sometido a prolongadas descargas eléctricas con una pistola Táser, mientras él suplicaba para que la agresión se detuviera.

La investigación liderada por un fiscal de la unidad de derechos humanos, y en la que participan al menos 10 agentes del CTI, indica que el cuerpo de Ordóñez presenta 9 fracturas en el cráneo y lesiones en partes del cuerpo, entre ellas sus costillas, además evidencia un fortísimo golpe en el lado derecho de su rostro a la altura del pómulo y su hígado está destrozado. La andanada de golpes que le costó la vida habría comenzado en la patrulla, pero fue en el CAI donde los uniformados se ensañaron, ‘cobrándole’ –es lo que las pesquisas establecieron– una tensa relación de tiempo atrás.

Testimonios de vecinos, amigos y hasta policías, testigos de lo sucedido, antes, durante y después de las distintas agresiones, permitieron reconstruir los hechos desde que se produjo el encuentro entre los uniformados y la víctima en inmediaciones de su lugar de residencia hasta que los médicos certificaron su muerte en la clínica a la que lo llevaron en muy malas condiciones. La crueldad excesiva con la que fue reducido en la calle a punta de choques eléctricos, y que escandalizó a todo un país convertido en espectador impotente de ese angustioso momento, no tiene punto de comparación con la brutalidad del ataque que padeció después en el CAI.

Lo afirman policías que no solo contaron a los investigadores lo acontecido, sino que aportaron pruebas en video de la salvaje agresión. Con sevicia este puñado de uniformados, al menos 7, entre los autores materiales y quienes omitieron su deber de detenerlos, tendrán que asumir las consecuencias del crimen, que en ningún caso puede tipificarse como un acto del servicio. Tiene que reconocerse como lo que es: un homicidio.

Es, como lo admite la Policía Nacional al pedirle perdón a la familia y amigos de Javier, un perdón extendido a todos los ciudadanos que hoy se sienten indignados por este condenable proceder de los integrantes de una institución, cuya razón de ser es velar por la integridad, seguridad y protección de las personas. En una comparecencia pública, el director encargado del organismo, general Gustavo Moreno, aseguró que lo sucedido “se constituye en un actuar que no es propio de los policías de Colombia” y estimó que lo ocurrido “lesiona gravemente la fe que deben tener los ciudadanos en la Policía”.

No le falta razón. La profunda desconexión que desde hace un tiempo existe entre unos y otros se percibe en la ola de rabia, inconformidad y desazón que hoy sacude las calles de las más importantes ciudades, en las que los uniformados siguen incurriendo en excesos en el uso de la fuerza. Lamentablemente, como el país también ha podido comprobar, las protestas sociales son infiltradas o instrumentalizadas por vándalos que cometen todo tipo de hechos repudiables que desdibujan la legitimidad de la movilización ciudadana. Una mujer murió también en Bogotá al ser atropellada por un bus que hombres armados habían robado.

La violencia solo genera más violencia y el asesinato de Javier Ordóñez debe ser un punto de quiebre para que la Policía y los colombianos se reconcilien a partir de una reestructuración integral, que fije los nuevos derroteros de una institución llamada a redefinir sus procesos de reclutamiento y formación otorgándole una renovada prioridad a los derechos humanos. Además es clave que se comprometa a sancionar a los involucrados en casos de abusos y a abrir el debate para eliminar el fuero penal militar a sus miembros.

Para honrar la memoria de Javier Ordóñez e intentar desactivar la enorme indignación acumulada por la impunidad estructural en episodios de abuso policial, un primer paso es asegurar que su homicidio se resuelva rápidamente y los implicados por acción u omisión respondan. Bajo la garantía de cero impunidad y de una nueva narrativa para reconocer errores y pedir perdón, que deja este caso, Colombia tiene que volver a dialogar para sanar sus heridas, resolver su largo historial de injusticias y superar las diferencias que nos dividen, evitando que los extremismos sigan alimentando odios inacabados que continúan pasándonos factura.