La confrontación armada está muy lejos de acabar en Colombia, como muchas otras formas de violencias, entre ellas la que se ensaña contra niñas y mujeres. Una de sus más recientes víctimas fue una pequeña de apenas 4 años de edad, abusada sexualmente y golpeada sin piedad por un desalmado en zona rural del municipio de Garzón, Huila. El sujeto está en poder las autoridades y deberá responder por sus atrocidades, mientras la menor permanece en esta crítico en un hospital de Neiva.

Indigna, duele y revuelve las entrañas un hecho tan aberrante como este. A nadie le cabe en la cabeza cómo alguien pueda atacar de manera tan ruin y miserable a una niña extremadamente vulnerable e indefensa. Es un crimen monstruoso de una crueldad inenarrable. ¿Por qué si frente a este delito hay un sentimiento unánime e indiscutible de repudio y condena por su gravedad y se exige una pena ejemplar contra el responsable, otros gravísimos hechos, que suceden casi a diario, como el sistemático asesinato de líderes sociales no provocan una reacción de absoluto rechazo entre los colombianos?

Esta infamia sigue extendiéndose en el prolongado tiempo del confinamiento ante la indolencia de un país inmerso en el incesante conteo diario de contagios y fallecidos por la crisis sanitaria del coronavirus y una catástrofe laboral que está profundizando velozmente la pobreza y la precariedad social en todos los niveles. La lucha por la supervivencia que agobia a tantos en el actual momento ha terminado por desplazar de los focos de la atención nacional el drama que afrontan, en sus territorios distantes de los centros de poder, los líderes sociales y comunitarios, defensores de derechos humanos, dirigentes sindicales y representantes de procesos de sustitución de cultivos ilícitos, entre otros que siguen en la mira de grupos armados ilegales y estructuras criminales.

En un nuevo análisis de la Fundación Ideas para la Paz, el investigador Juan Carlos Garzón, Director del Área de Dinámicas del Conflicto, revela cómo los homicidios de líderes sociales continúan con una tendencia al alza en todo el país, pero – de manera muy preocupante – en los llamados municipios PDET, donde se adelantan los Programas de Desarrollo con Enfoque Territorial del Gobierno nacional y en las zonas PNIS, que son aquellas en las que se cumple el Programa Nacional de Sustitución de Cultivos Ilícitos. Los datos revelan que de enero a mayo de 2020 fueron asesinados 61 líderes, un 30% más que en el mismo período de 2019. Otras entidades elevan esa cifra. Una ola de crímenes que debería sobrecogernos a todos con igual dramatismo que las violencias ejercidas contra mujeres y niñas y que no es lo único que ha venido aumentando durante el largo período de aislamiento.

Los combates y bombardeos de la Fuerza Pública que registraron descensos históricos en 2017, luego de la firma del Acuerdo de Paz con las FARC, volvieron a incrementarse como en los dos últimos años y durante los primeros cinco meses de este 2020, la FIP documentó 76 acciones armadas de este tipo. También la actividad de los grupos armados ilegales, especialmente de las disidencias de las FARC y del ELN, creció en ese tiempo de pandemia. Es un hecho inobjetable que lo único que no se detuvo en este país, a lo largo del confinamiento, ha sido la confrontación armada y la violencia contra los civiles, tal y como lo revelan los 68 eventos de desplazamiento forzado verificados en Putumayo, Nariño y Antioquia.

Hoy cuando en Colombia, apenas hay voces que se levantan para denunciar estos crímenes o los de 214 excombatientes de las FARC que se acogieron al Acuerdo, los embajadores de la Unión Europea, en un acto que reafirmó su compromiso con este proceso, recordaron que éste es "irreversible" y llamaron a las partes a persistir en el valiente camino hacia una paz social, duradera y sostenible. Con mensajes de ánimo y fortaleza, que contrastan con la realidad que sigue desgarrando las zonas de conflicto donde la institucionalidad no termina de llegar, convocaron a trabajar de manera constante para construir una verdadera reconciliación que evite la violencia trágicamente repetitiva.

Muchos estiman que resulta difícil perseverar en la búsqueda de la paz cuando el país se ve envuelto en una tormenta como la que ha desatado el impredecible virus. Pero si no fue antes y menos ahora, ¿cuándo podrá ser? No hay que darle más largas a este objetivo que debe ser parte del nuevo país con justicia social, sin violencias, capaz de superar diferencias y sanar heridas, que tantos sueñan en medio de esta extendida cuarentena. Rodear a las víctimas y apoyar a los líderes sociales es un compromiso perentorio. Hay que intentar cambiar el rumbo de nuestra historia.