Cada año, según cifras de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), mueren cerca de 22 mil niños en el mundo en centros de trabajo, en su mayoría como consecuencia de largas jornadas laborales y mala alimentación. Esta cifra demuestra que aún falta un largo camino por recorrer para garantizar los derechos de los menores, sometidos muchas veces a obligaciones impropias de su edad y sus capacidades.
En Colombia, el trabajo infantil sigue siendo una realidad preocupante que demanda con urgencia la intervención del Estado, a través de políticas públicas eficaces y sostenidas en el tiempo, toda vez que, aunque los más recientes reportes indican que la tasa de trabajo infantil en el país se redujo en más de un 2% entre 2017 y 2018, se continúan encontrando casos de niños obligados a realizar todo tipo de oficios.
Zonas comerciales, plazas de mercado, semáforos y terminales de transporte son los lugares en los cuales el ICBF ha detectado el mayor porcentaje de trabajo infantil en Colombia. A nivel local, el departamento del Atlántico reporta cerca de 400 casos en lo corrido del año, en el marco de las jornadas de búsqueda que semanalmente se adelantan para erradicar y prevenir este flajelo. Cerca del 40% de estos menores fueron cobijados con el restablecimiento de sus derechos, y muchos de ellos llevados a un hogar sustituto, en vista de que no se encontraron garantías por parte de sus padres o acudientes.
No basta con que las autoridades correspondientes trabajen para sacar a los niños de las calles o de los establecimientos que irresponsablemente los contratan para realizar toda clase de oficios. Es preciso que la sociedad y en particular los padres de familia entiendan que los niños y niñas tienen el derecho de estar en los colegios, en los parques y las casas, en lugar de engrosar la triste lista del trabajo informal, que en muchas ocasiones comparte las infames características de la esclavitud.
El trabajo infantil es uno de los síntomas más despiadados del subdesarrollo; generalmente sus orígenes están en la desigualdad y en la pobreza que padecen millones de familias que no tienen otra alternativa que empujar hacia el mercado laboral –siempre informal– a sus hijos e hijas.
De manera que, a pesar de que existen redes delicuenciales dedicadas al tráfico de menores con objetivos de explotación laboral, en términos generales se trata de un fénomeno social que padecen los países más pobres. Es allí, en el origen del problema, donde se deben concentrar las intervenciones del Estado y los esfuerzos de todos los sectores que, de una u otra manera, han tolerado y se han beneficiado de la mano de obra de niños, niñas y adolescentes.
Ninguno de nuestros niños debe ser obligado a trabajar, en ninguna circunstancia, ni siquiera con la excusa de la pobreza y la falta de oportunidades de sus familias. Es nuestro deber proteger ese derecho, no cohonestar la propagación de esta enfermedad social, denunciar los casos que conozcamos y exigir a nuestros gobiernos su erradicación total.