La Segunda enmienda a la Constitución de Estados Unidos, que protege el derecho de los ciudadanos a portar armas de fuego, es, según algunos expertos, una muestra de sofisticación jurídica, una de las maneras en que se garantiza el ejercicio de la libertad. La premisa es que en caso de que el Estado no pueda protegerte, al menos te otorga las herramientas para que tú mismo lo hagas.

A la sociedad estadounidense esto le suena bien. No solo a los civiles, que pueden adquirir toda clase de armas sin prácticamente ninguna restricción, sino a una industria legal que vende alrededor de 40 mil millones de dólares al año, y que ha consolidado un poder político que parece incontestable.

Pero, esta supuesta madurez consignada en los papeles de la Ley, es en la práctica el germen de una tragedia que todos los meses cobra decenas de vidas humanas. Las armas que deberían usarse excepcionalmente para la defensa se disparan sobre grupos inermes porque sí, porque la fascinación por los fusiles es directamente proporcional a las ganas de matar.

Lo más alarmante es que las masacres, que aumentan año tras año, se concentran en escuelas. Los asesinos y las víctimas suelen ser niños y jóvenes atrapados en una dinámica macabra que, en nombre de la libertad, ha convertido a la sociedad norteamericana en una “anomalía del mundo desarrollado”, según un análisis del periódico El País de Madrid.

Los tiroteos son un asunto rutinario. Las noticias llegan, los muertos y heridos se registran, el Gobierno lamenta los hechos a través de sus cuentas oficiales de redes sociales, y las medidas de restricción al comercio legal de armas, solicitadas por algunos sectores, nunca se concretan. Los intereses de La Asociación Nacional del Rifle (NRA) pesan más en quienes deberían asumir la responsabilidad de atacar de frente este problema de seguridad pública, en lugar de aplazar las decisiones mientras publican declaraciones retóricas que no tienen ningún efecto.

Tan solo en las primeras siete semanas de este año, ocurrieron en Estados Unidos 18 tiroteos con víctimas mortales en escuelas de todo el país. Luego del asalto en Parkland, Florida, en el cual murieron 17 personas, y otras 14 resultaron heridas, parecía haberse desatado un movimiento civil con alguna capacidad concreta de presión, liderado por estudiantes que llegaron hasta la Casa Blanca. Pero, apenas unos días después, el presidente Trump confirmaba el apoyo de su administración a la NRA, en una muestra de indolencia que el mundo no alcanza a comprender.

Y las cosas siguen igual: Dimitrius Pagourtzis, un estudiante de 17 años, asesinó la semana pasada, a 10 personas en su escuela de Santa Fe, Texas. Y mientras todos se preguntan cuáles fueron sus razones, lo someten a juicio y lo condenan -seguramente a la pena de muerte-, las tiendas por departamentos seguirán vendiendo cada día cientos de rifles de asalto a jóvenes fascinados con la idea de matar; adolescentes a quienes la Constitución de su país no les permite tomarse una cerveza.