A medida que se agudiza la descomposición del sistema político y económico de Venezuela, son cada vez más los ciudadanos de ese país que se marchan a otras latitudes, muchas veces con lo puesto, en busca de un futuro más esperanzador.
Colombia ha sido uno de los principales receptores de ese intenso flujo migratorio, que llega por aeropuertos, puestos fronterizos o a través de las numerosas trochas clandestinas que cosen como grapas nuestros dos países.
Muchos de ellos se han establecido en el departamento del Atlántico. Resulta difícil saber cuántos. Las autoridades han censado a las familias de retornados (en las que al menos uno de sus miembros nació en Colombia). Pero hay además entre nosotros miles de venezolanos sin ningún vínculo originario con nuestro país. Unos han llegado con los papeles en regla –y seguramente aparecerán en los registros de Migración Colombia–; otros carecen de documentos y evitan reportarse por miedo a la deportación.
En ese gran colectivo humano hay de todo: empresarios, profesionales, peluqueros, preparadoras físicas, periodistas (en esta casa editorial tenemos tres), meseros, niñeras, serenateros, limpiavidrios callejeros o mujeres dedicadas a la prostitución, sea porque ya la ejercían en su país o porque se han visto abocadas a ella en el nuestro para hacer frente a las penurias económicas.
También hay delincuentes. Poco a poco nos vamos habituando a que la Policía informe de atracos u homicidios cometidos por venezolanos. Como en todo conglomerado humano, no faltan en este las ‘manzanas podridas’.
La llegada masiva de inmigrantes suele generar tensiones, aquí y en cualquier lugar del mundo. No solo por la presencia de maleantes –a quienes hay que tratar del mismo modo que a los nativos, ni mejor ni peor: con la ley en la mano–, sino por la sensación que algunos puedan albergar de que los recién llegados son una amenaza para sus empleos o sus ingresos.
Una sociedad abierta y generosa, como lo es por su historia la atlanticense, debe desplegar el máximo esfuerzo administrativo y ciudadano para acoger –y, más importante, integrar– a los venezolanos. Y para atajar eventuales brotes de xenofobia, que, por fortuna, no se han presentado o son aún insignificantes.
Nunca debemos olvidar que Venezuela fue durante décadas un generoso país de acogida para cientos de miles de colombianos –muchos de ellos costeños–, que fueron a la república hermana en busca de un futuro mejor y, en muchos casos, lo encontraron.
Por la importancia de este fenómeno, migratorio para Colombia y la Costa, EL HERALDO propone a Los Venezolanos como Personaje del Año.