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Son inolvidables los conciertos de fútbol que regalaron las selecciones de Brasil. Cómo no recordar a la del mundial de 1970, en México, que dividió la historia de los mundiales en un antes y un después, la del rey Pelé y su fantástica corte.

Aquella que elevó el fútbol a un mayor grado de esteticidad. O la del mundial de España, en 1982, que aún sin coronarse campeón dejó un rico legado de virtuosismo y placentero goce. Esa fue la de Zico, Sócrates, Falcao y compañía.

Y, qué decir, de la del mundial de Corea y Japón, en 2002, la de las tres R: Ronaldo, Ronaldinho y Rivaldo. Con ellos, el fútbol bello seguía siendo protagonista en medio de la exigencia física que el siglo XXI ya empezaba a imponer.

Brasil era la representación y la firme esperanza de aquella “perenne felicidad que el buen fútbol le ha prometido siempre a la vida”. En contraste, qué terrible y decepcionante es el hoy de la selección de Brasil. De aquel exquisito y efectivo juego a este que se desmorona jornada tras jornada, extraviado, sin imaginación, que parece haber guardado para siempre “la aguja de bordar en el baúl de los recuerdos”.

Qué está pasando en el país del fútbol que ya no alegra corazones, que ya no lidera las posiciones, que insiste en hacernos creer que hasta los futbolistas del Real Madrid (Vinicius, Rodrigo) son mediocres. La genialidad de sus futbolistas siempre fue el alfa y omega de su rica historia.

Dónde están, a quiénes le fueron transferidos los genes de Pelé, Garrincha, didí, qué está reprimiendo la aparición de verdaderos crack. Es tal la decepción, que estuvieron tentados a contratar a Ancelotti con la esperanza de que, el gran técnico italiano, tuviera la brújula que ayudara a retomar el camino. Pero, yo estoy por creer, que el tema no pasa solo por tener un buen técnico.