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Y Federer se fue. El día que el deporte no quería que llegase y para el que el tenis no estaba preparado aterrizó como un mazazo emocional sobre el suizo, Rafael Nadal y todo aquel que haya disfrutado con este deporte. El suizo se fue, se despidió, el maestro colgó la raqueta y deja huérfano al tenis. Nunca habrá otro como él.

Con Novak Djokovic aconsejándoles en los cambios, con las lágrimas de Lynette, la madre de Federer, con la mirada de Rod Laver en la grada, la ayuda de Stefan Edberg y con el último toque de magia del mago de Basilea, que coló una pelota por el hueco entre la red y el palo que la sujeta, el telón se bajó para la obra de arte que comenzó cuando en Basilea alguien decidió que el pequeño Federer empuñase una raqueta.

El suizo se despidió del tenis en una de las casas que ha ido dejando a lo largo de sus 24 años de carrera, esa en la que conquistó ocho Wimbledon, más que cualquier otro hombre en la historia, y en la que coronó dos Copas de Maestro.

Esta vez el premio no era un título, el O2 agotó las 20.000 entradas disponibles para celebrar el adiós del suizo. Mientras la grada se cubría de azul y rojo, los colores de Europa y del Resto del Mundo en la Laver, amanecieron las primeras lágrimas. Lynette, madre del genio y transmisora de su revés a una mano, derramó el primer llanto de la noche. No sería el único.