Si algo tenemos todos garantizado en la vida es la muerte. Evento de misteriosa concepción, de difícil entendimiento y aceptación sobre todo en la cultura occidental. Cita incierta, pero agendada, inaplazable.
Abordar el tema representa cierta complejidad, pues a pesar de convivir con ella, de reconocer su presencia en cuerpo ajeno o de haber experimentado sucesos cercanos o experiencias muy vinculantes con la misma, nadie puede hablar de la muerte con absoluta certeza. El manto que la abriga sigue siendo desconocido.
“Es la muerte ese poder que nos oprime desde que nacemos”, decía el filósofo español Eugenio Trías.
Y tenía razón. De hecho, nacer es, de cierta manera, comenzar a morir. Entre más vivimos, más próximos estamos a ella. Suena fatalista sin querer serlo, pero por alguna razón, también desconocida, la muerte integra para el hombre en su sentir la simbología de lo fatal.
La muerte advierte molestia, una fastidiosa sensación que nos descompone, que nos hace sentir que involucrarla en el camino supone ponerle fin al camino. El hombre y sus temores parecen haberla convertido en un espanto, en una miedosa pesadilla que amenaza y a la cual es mejor hacerle el quite o ignorarla. Como la muerte expone lo efímero de todo y el todo vulnerable que llevamos dentro, nos desacomoda, pues nos deja en evidencia y expone el tamaño real de todo lo que se toca.
La muerte nos hace iguales, nos equipara, anula los escudos de la materia. Nos simplifica.
La muerte es humanización, es probablemente, uno de los fenómenos más contundentes de la humanización, pues como proceso evolutivo requiere maduración de la capacidad cognitiva, emocional y reflexiva. Pero como vivimos en un mundo deshumanizado, todo lo humano altera, asusta, incluida por supuesto, la muerte.
Esta semana que termina, la tercera de enero nos despertó con la muerte de la senadora Piedad Córdoba, personaje de la vida nacional con arraigados seguidores y opositores. Su carácter así lo provocaba.
Algunos de sus contradictores emitieron mensajes de condolencia con compasión, respeto y consideración, exaltando incluso, a pesar de sus diferencias, los rasgos valiosos de su personalidad. Otros, por el contrario, asediaron su memoria con mayor beligerancia, con desprecio, sin piedad. Tal vez olvidaron que su cuerpo yacía inerte sin posibilidad de defenderse o ignorarlos deliberadamente.
Esas voces tienen incrustado en el corazón el peor de los males, son voceros del odio, la venganza y la retaliación, albergan en su ser la pequeñez propia del elemental y el primitivo. La incapacidad de sublimar sus dolores y de moderar sus posturas, los llevan a sentirse perpetuos e inmaculados. Esas voces de esos vivos asustan más que la muerte misma. Sus alaridos no pueden amplificarse. No saben respetar la vida, ni la muerte, su reflejo es la distorsión de la templanza y el coraje. Me pregunto si vivir así les permitirá morir tranquilos.
A propósito de Piedad, recordaré siempre su valentía, su arrojo, su entrega, su incansable lucha por la paz y su melodiosa afición por el bolero y la tertulia. Siempre generosa con su tiempo y su espacio para responder. QEPD.