“Que el mundo fue y será una porquería ya lo sé, en el 510 y el 2000 también, que siempre ha habido choros, maquiavelos y estafa´os…”
Nuevos o viejos, reediciones o grandes clásicos, la música siempre toca nuestra puerta. Y qué bendición, así sea para recordarnos, como en este caso, del hermoso tango Cambalache, ciertas realidades que nos duelen y perturban, pero, con melodía, suenan mejor.
El arte es la forma más honesta de retratar la realidad, y la música en especial, tiene la facultad de conectar de manera nuclear con millones de personas, sin importar el tiempo, el espacio o el género. La música pasa de boca en boca, de corazón en corazón y logra producir el mismo sentimiento en diferentes seres humanos. Es espejo, es identificación, y deja en evidencia que entre nosotros los mortales no hay mucha diferencia, o mejor, que podemos tener líneas transversales y puntos de encuentro neurálgicos y fundamentales.
Un desamor o un romance oculto, un despecho y un perdón se ubican en la parte alta del piso de los conectores y de ahí para abajo cuanto relato advierta emoción y cuánta emoción exista, se vincula.
Enrique Santos, Discepolín para sus amigos. Nació en 1901 en Buenos Aires, extraordinario poeta y compositor, actor, director y guionista. Se destacó en todas las disciplinas y habría que otorgarle otra: la de viviente, pues en 1934, fecha estimada de la composición del hermoso “Siglo veinte cambalache”, ya advertía que poco cambiaría, que el siglo 20 era un despliegue de maldad y el 21 también lo sería y de manera escueta y elegante, hasta Gardel lo cantaría: “...qué falta de respeto, qué atropello a la razón, cualquiera es un señor, cualquiera es un ladrón…”
Parecía que Enrique, hace casi 100 años ya tuviera en sus manos una tablet o dispositivo móvil a través del cual percibía, al entrar a Facebook o a Google, que su identidad estaba siendo vendida y su privacidad pisoteada; ratificaría que todo tendría un precio y claramente entendería que navegar por la red (cuestión absolutamente inevitable y por demás necesaria) sería más peligroso que un naufragio en altamar y entregar sus datos, más riesgoso que caminar por el más oscuro de los callejones.
Creo que vaticinaría que la tecnología es el bastión del poder oculto y que sus líderes se autoproclamarían prontamente; los integradores de la humanidad, arrodillándola e interviniendo todas sus esquinas, sus susurros y hasta sus pensamientos.
Posiblemente, si Discepolín reviviera y pensara en llamar a Gardel o Julio Sossa para que interpretaran una nueva versión de su gran obra, le aparecerían al instante varios mensajes publicitarios al lado de sus composiciones, ofreciéndole una parrilla para asados con amigos músicos o un sombrero gardeliano, como mínimo, recibiría descuentos por la compra de dos micrófonos Taskar 55 y un chance a los estudios de RCA Records.
Es la realidad y poco podemos hacer, no podemos escapar del mundo que nos reina. Por fortuna existe el arte y existe Cambalache, pues nos permite sublimar el dolor entre canciones y entonar, mientras, ojalá algún día, se reconstruye la anhelada moral, como bien dice el tango: “… todo es igual, nada es mejor, lo mismo un burro, que un gran profesor…”.