El hombre y sus recuerdos, los pasos recorridos, los momentos vividos, sus recuentos. Los sitios que visita, los relatos que comparte, sus sonrisas, sus techos, los lugares habitados, sus esquinas, sus texturas, sus espejos, sus estelas, su energía, sus memorias.
Por alguna razón, que hasta el momento desconozco, mi alma parece ser un fantasma de antaño, de esos que se queda por ahí caminando en el sereno y husmeando en los rincones los olores, la luz y la penumbra de un instante ya resuelto. Voyerista y algo nostálgica, pero no apesadumbrada, sin anhelo, sin llanto, sin recelo y sí, sin agonía, mi alma de fantasma altera el reloj y asiste a las coordenadas de otros tiempos.
Hace unos días caminé por una calle en la que solía vivir hace algunos años, no muchos. Pasé por el lugar de manera deliberada, mi alma de fantasma en los ratos libres se encarga de deshacer mis propias huellas, no por nada diferente a la inquietud de observar desde otra orilla y con otro lente lo que un día fue presente.
La casa conserva la misma nomenclatura en el mismo lugar; en el costado superior derecho de la pared frontal blanca que se abraza con la misma enredadera y las mismas flores de abril. La puerta es la misma y la banca de hierro a su lado también lo es. El caminito de cemento que antecede la entrada con grama a los costados sigue igual; viendo pasar sobre sí mismo el laborioso tránsito de unas cuantas hormigas con sus gigantescas hojas verdes a cuestas. Continué observando la fachada y vi una ventana en el segundo piso que jamás había visto, llevaba un marco negro de acero alrededor y una matera bien puesta en la parte inferior. Al costado izquierdo, abajo, vi una reja pequeña que igualmente hacía de puerta y daba ingreso privado al ante jardín. También era nueva para mí. La estación de las basuras en lado opuesto la acompañaba un árbol frondoso y por demás longevo, el cual tampoco recordaba bien.
Pensé de inmediato que el tiempo pasa y con él se desvanece la memoria, pero mientras esa hipótesis daba vuelta en mi cabeza y mi caminar daba por visto el lugar, un susurro al oído me decía otra cosa. Nadie había cambiado nada y mi memoria no sufría alteraciones.
Avancé, miré un par de veces atrás buscando la respuesta, unos cien metros adelante me senté en el borde de un banco de cemento de un antiguo parque, y en reposo entendí que la emoción, la pasión, las ganas, los bríos y las expectativas que me habían hecho vivir allí hacía unos años, de la misma manera me habían impedido ver con claridad la composición de mi momento y de mi estado.
Comprendí que la fuerza y el deseo también traen bruma y en ocasiones no nos permiten contemplarlo todo, por el contrario, en exceso, son una venda que nos va cegando y nos impide ver con claridad el horizonte, nos niega la posibilidad de apreciar con amplitud y nos condena a un universo tubular que nos reduce y nos obstina.
La rienda suelta a los factores motivantes dispersa el diagnóstico, es tan peligrosa como el fatalismo, ambos representan mundos inciertos e imprecisos.
La moderación, la calma, la ponderación y la ecuación inversa donde los hechos y el fluir de las corrientes legitiman los movimientos y las decisiones, no los impulsos, en cambio son parte de un mundo orgánico donde todo lo natural sucede y lo que sucede es apreciado en particular y en general sin abandono, allí se descubren las flores, los aromas, las ventanas y las rejas donde con seguridad, reposan las respuestas, el placer y la alegría de vivir, la posibilidad de hallar mesura y equilibrio para poder complacerse con todo alrededor, hasta con las horas que también serán pasado.
A ratos es bueno ser fantasma y ser quietud.