En abril del año 2003 un periódico del Estado norteamericano de Iowa publicó un obituario dedicado a Bear, un labrador negro que había fallecido una mañana de ese mes a sus trece años de edad. Era el primer obituario que se le hacía a un animal en ese medio de comunicación y su publicación desató una intensa tormenta emocional. Como la nota póstuma de Bear, el perro, estaba al lado del obituario de Georgi, el humano, la cuñada del segundo estalló de indignación y en una carta al editor del diario consideró la nota como desagradable e irrespetuosa. Los obituarios de este tipo nos llevan a discutir el valor y la dignidad que otorgamos a las vidas de animales y humanos.

Esta discusión, tan oportuna como pertinente, está recogida en un artículo de la antropóloga Jane Desmond, profesora de la Universidad de Illinois, llamado: Animal Deaths and the Written Record of History. De los obituarios se ha dicho que tienen que ver más con la vida que con la muerte. El deseo de escribir un obituario surge cuando se trata de la muerte de seres queridos cuya partida afecta nuestro ánimo y nos lleva a vivir un genuino estado de luto. Los indígenas wayuu pueden llorar cuando muere una vaca que fue entregada como pago por la muerte de un tío materno. Inevitablemente las dos muertes se encuentran vinculadas y la ocurrencia de la muerte del animal revive la de su pariente humano.

El pensamiento occidental ha levantado una barrera ontológica insalvable entre la humanidad y la animalidad. Con frecuencia se objetifica a los animales como si se tratase de simples mecanismos vivientes y se les percibe como animados relojes de cuerda. Olvidamos, sin embargo, nuestra condición de primates y, por tanto, nuestra propia animalidad. La tradición religiosa ha acentuado el sentimiento de la excepcionalidad humana dentro del universo. Nos situamos jerárquicamente en la cima de los seres vivientes, aunque no disponemos hasta hoy de ningún documento notarial en el que los otros animales hayan reconocido nuestra condición privilegiada como reyes de la naturaleza.

Queremos más a nuestros parientes si compartimos toda una vida con ellos y no solo por los vínculos de consanguinidad. “El cariño nace del roce”, dicen las ancianas guajiras. En ese mismo sentido las relaciones afectivas con los animales que viven en nuestro hogar están mediadas por la protección que les damos, la frecuente interacción emocional y la residencia compartida. Los considerarlos como parientes no humanos.

Escribo esta columna en homenaje a Fania, la tierna, pequeña y territorial compañera de mi amiga escritora María Matilde Rodríguez. Sé que tuvo una hermana llamada Cuba con la que no se llevaba bien. No puedo decir donde estudió Fania, ni sé mucho de su vida laboral o amorosa, pero sé que todos la queríamos y nos duele su ausencia. Sus gestos seductores y su belleza siempre me hicieron ver en ella la versión canina de Briggite Bardot. Su vida y carácter me recuerdan la célebre frase de Irvin Hallowell “el mundo está lleno de personas, algunas de las cuales son humanas y otras no”.

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