Para comenzar esta columna me he preguntado cuáles son los temas que atiendo con mayor frecuencia y realmente el de las relaciones es uno que nos atraviesa en todos los tópicos humanos. Nos relacionamos con nosotros mismos, con la familia, las personas, el trabajo, los estudios, la salud, la alimentación, en fin, todo está basado en relaciones, estamos en relación todo el tiempo y la mayoría de los conflictos humanos se dan en este campo. Cuando fluyen y funcionan nuestras relaciones nos sentimos tranquilos, empoderados, activos y plenos de energía. Cuando no fluyen y vivimos con dolor, nuestro cuerpo se contrae y afecta de muchas maneras nuestras actitudes, vitalidad, salud física y emocional, y productividad. Las emociones son la propia energía de vida aprisionada por las memorias y creencias.

Hoy, a manera de introducción me gustaría iniciar con nuestra relación primaria, la de la madre. Ella es el pilar que sostiene nuestra primera experiencia de conexión con la vida. Al nacer somos vulnerables, totalmente dependientes y necesitamos de otros para sobrevivir. Si las primeras experiencias son amables, si nuestras necesidades son satisfechas, si se nos provee de un entorno seguro y nutriente, experimentamos un “apego seguro” en el que se cumplen dos principios fundamentales de la vida: sobrevivir y crecer. Nos orientamos a confiar, a sentir al otro como un apoyo, a comunicar lo que sentimos y necesitamos. Aprendemos a vivir tranquilos y respirar con libertad en un mundo en el que sentimos que ocupamos un buen lugar, que somos queridos y pertenecemos a un círculo seguro; un mundo, en suma, en el que las relaciones son afectuosas e íntimas y en el que podemos llegar a ser la persona que queremos ser y tener la vida que nos proponemos tener.

En el caso contrario, si la madre tiene su energía contraída por el peso de sus propias cargas físicas o emocionales, si el contexto es hostil, inseguro, carente de la protección mínima necesaria, si la criatura se ve expuesta a frustraciones continuas, si la madre no es sostenida por su pareja, padre del hijo, entonces la criatura va a interrumpir su movimiento natural hacia la madre o cuidador, sus necesidades y su entorno.

El bebé que no es atendido y contenido de acuerdo con sus necesidades aprende a replegarse, a sobre adaptarse, a huir o desarrollar comportamientos desorganizados. Son diversos los caminos que toman estos niños en sus relaciones, son diversos los síndromes de apego que cargamos en la mochila de los vínculos afectivos de generación en generación, las “lágrimas de los ancestros” siguen presentes en el alma de los padres y de allí se trasladan a los hijos.

Así quedamos detenidos en lo que llamamos “el niño interno herido” y las relaciones interpersonales que están pinceladas por estás memorias nos llevan a desconectarnos de nosotros mismos, a desarrollar mecanismos de “defensa y ataque” en los que se consumen altas dosis de energía al percibir el mundo como un lugar en el que sobrevivir requiere lucha, esfuerzo y dolor, en el que transfirieren todas las huellas sin resolver de las relaciones primarias con padres a otras relaciones: un jefe, una pareja, un hermano.

Esa herida primaria nos desconecta y niega el bienestar y luego proyectamos al mundo las “memorias grabadas” una y otra vez. La mayoría de nosotros nos hemos vistos inmersos en dinámicas familiares que cargan el peso de la historia de una humanidad atravesada por conflictos de supervivencia que detienen el crecimiento. Cada uno de nosotros la vive de un modo personal, lo cual se va a reflejar en nuestra manera individual de defendernos y protegernos. Son diversas las estrategias que utilizamos para evitar sentir, para mantener con candado nuestro corazón y desconfiar de nosotros mismos y en los demás, aprisionados bajo capas de protección, vulnerables, identificados con creencias que nos reafirman una y otra vez que carecemos de amor, de bienestar, de oportunidades, de seguridad, de aquello que grabamos como nuestra realidad. Y así damos paso a vivir nuestras relaciones desde lo que Karpman llamó “el triángulo dramático”: los roles de víctima, perseguidor y salvador.

Toda relación disfuncional está atravesada por este triángulo. Si sucede algo se activa el rol desde el que quedé “programado” y entonces surge el dolor, el enfado, la culpa, la ansiedad, el temor, la vergüenza, los celos, el congelamiento emocional, la lucha, la desesperación, las diferentes caras de la herida infantil se reactivan una y otra vez e inducen reacciones desde el lugar de víctimas, de perseguidores o de salvadores.

Algunas formas comunes de interacción que nos indican que necesitamos sanar nuestras relaciones se observan en mandatos familiares tales como: finge que todo va bien, no causes molestias, dale preferencia a los demás, desconfía, no des a conocer abiertamente tus sentimientos (o mejor aún no sientas nada). En la mayoría de las familias subyace el ambiente de intensa tensión, ya que sus miembros entran y salen de ciclos de ansiedad, culpabilidad y resentimiento; aunque la mayoría de las veces nadie sepa qué es lo que pasa o qué es lo que cada cual siente.

Para vivir relaciones saludables que fluyan en armonía necesitamos reconectarnos con el sentir. Recuperar nuestra sensibilidad sin dramatismos es el primer paso para comenzar a liberarnos de los patrones aprendidos de la infancia y de quienes nos antecedieron. Respirar profundamente y llevar la atención a la experiencia, al sentir esencial de la vida solo es posible aquí y ahora. Pararme a atender las emociones, asumiendo la responsabilidad de cómo vivo la experiencia, de cómo percibo y siento, da la posibilidad de liberar las heridas grabadas en el pasado para poder comenzar a relacionarnos adulta y asertivamente.

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