Cuando yo era niño, en el Studebaker de mi padre (sin aire acondicionado, ni comodidades) íbamos a Santa Marta en una hora. Disfrutábamos entonces de la suave brisa del mar, contemplábamos las gaviotas, los flamencos, alcatraces, etc. A lo lejos, divisábamos las bandadas de aves migratorias de todos los colores y especies. Todo esto sin incluir las babillas, iguanas, conejos y hasta venados que sin cuidado atravesaban la carretera.

Nadie dormía, ni tenía fastidio. Era un paseo de ensueño. Tiempo después se murieron los mangles y se contaminaron las aguas; el paisaje entonces se convirtió en un macabro cementerio de árboles que semejaban figuras fantasmagóricas de una película de terror. De regreso en las tardes esa imagen apocalíptica me hacía experimentar una extraña sensación de culpa y miedo.

Todo esto ocurrió porque a los ingenieros que construyeron la carretera se les olvidó dejar unos tales box coulvert, que no son más que cajas de concreto, para que las aguas dulces de las ciénagas se mezclaran con las salinas del mar. Condición propicia para el hábitat del mangle, y de una fauna que habita allí (langostinos, camarones, etc).

Más tarde, para bien, se construyeron los conectores de agua, y la fauna empezó a recuperarse.

Hoy, gran parte de los árboles han reverdecido. Sin embargo, el viaje a Santa Marta dejó de ser un paseo agradable para convertirse en una especie de peregrinación: A la estrecha vía le toca soportar el tráfico de camiones, tractomulas, buses, busetas, buseticas, carros, camionetas, motos, bicitaxis, motocarros y hasta bicicletas. Todo esto por la misma carretera angosta y sin andenes de hace más de medio siglo. Y no sé cuántos de estar concesionada a uno de esos sempiternos congresistas de la región. De esos que en épocas de elecciones abruman el paisaje con inmensas vallas publicitarias donde pregonan el desarrollo.

¿Cuál desarrollo? Me pregunta mi tío Víctor (un peruano que vive hace mucho tiempo en Miami) y me describe su experiencia así: “La última vez que visité a Barranquilla se me ocurrió alquilar un carro para llevar a mi familia a Santa Marta. El recorrido, como si fuese un funeral, se nos convirtió en cuatro horas y media de vicisitudes, en medio de una pobreza que raya en la miseria que solo se asemeja a los pueblos africanos”.

Continúa contando que: “A todo esto, hay que incluir las inmensas filas para pagar un peaje, los vendedores ambulantes casi nos rompen los vidrios ofreciéndonos productos comestibles en las más deplorables condiciones de higiene. Y como si fuera poco, jóvenes que con una cabuya detenían el vehículo para pedir una limosna por tapar huecos de la carretera, o para exigir una propina por lucir algún disfraz de Carnaval”.

Ignacio Consuegra