Sergio leía algún trozo de la carta de Fausto como una especie de ritual privado tratando de darles algo de forma a sus días; buscando respuestas para su situación presente”. Así describe Juan Gabriel Vásquez en su último libro Volver la vista atrás las doce páginas de consejos que Fausto Cabrera le entregó a su hijo Sergio Cabrera luego de dejarlo junto a su hermana en un hotel abandonado y solitario en la China de los 70 de Mao. Cada esquela la revisaba buscando la voz de su padre, quien tiempo atrás había regresado a Colombia, y luego de leerlas con atención concluía cómo sortear las vicisitudes de un par de hermanos solos, en un edifico de 17 pisos, en medio de la lucha interna comunista del gigante asiático.
Los ritos son esos turnos donde los humanos recordamos el momento donde se concluyen períodos. Ese silencio o descanso sabático abierto a la “pensadera” contrasta con la visión actual globalizada donde lo que importa es la cadena de sensaciones digitales que no se detienen. No hay sosiego. Hoy por especular con el próximo tuit abandonamos el ritualismo. Un rito es un relato, en cambio un chat es un estímulo. Nada termina. En los ritos tenemos el vacío, estamos solos con nosotros, lejos de lo efímero.
Un menor de edad tiene rituales con sus padres. Salir a jugar a determinada hora o ir a un lugar específico y “religiosamente” juntarse a brincar recreándose, no aislándose. Cómo estaremos de inmersos en la inconclusa y narcisista conversación actual, que los poemarios dejaron de ser centrales en nuestras vidas. Para los nipones el té japonés es un momento para el silencio. En tiempos arcaicos hasta las guerras tenían ritos. Se definían las armas, el campo y el tiempo del combate para acercarse a la posible muerte de forma respetuosa, previendo el duelo fatal. Hoy ni siquiera tenemos horario habitual para almorzar en familia. Nos volvimos seriales sin término fijo. No queremos repetir. El actualizar permanente reemplazó el redundar momentos que nos enseñaron a pensar en nosotros. Evitamos el mutismo. Optamos por la desmemoria y le entregamos ese trabajo a un celular al que le dimos el adjetivo de ¡inteligente!
El afán por tener datos y acumularlos le está ganando a la estructura de nuestras vidas. Vertebrar nuestro ser lo delegamos a un código binario que circula ante nuestros ojos irreflexivos y adictos que siguen el ritmo sin fin. No hay horas, solo estímulos. Estamos en una red atrapados y dejamos de lado el Ágora que era relato y cohesión. Nos notificamos, pero no nos unimos alrededor de algo.
En ese irrefrenable trasegar nos volvimos huraños, groseros, no saludamos (este es un culto que une), no conversamos, chateamos (¿Aquí hay diálogo o simple comunicación?). Al final nacer, crecer, madurar y morir son siempre ceremonias que se repiten y nos recuerdan: de vez en cuando viene bien mirarnos en silencio internamente sin tanta pantalla.
*Columna escrita con fundamentos del libro La Desaparición de los Rituales, de Byung-Chul Han.
@pedroviverost