Las hojas del ascensor se abrieron sin producir sonido alguno. Todos estaban recostados sobre las paredes de acero inoxidable con labrado mate. Había un espacio en donde cabían dos; el recinto central que antes estaba vacío, dejó ver el brillo y la limpieza inmaculada del piso. De pronto, en el mismo silencio, los pies de todos comenzaron a moverse, como cuando los pingüinos caminan, se acomodaron más y ahora cabían tres. Imposible no darse cuenta de que era una invitación a juntarse en la pared con ellos. El ascensor siguió su mudo y predecible recorrido. La puerta volvió a abrirse, ingresaron cinco personas y se situaron haciendo una especie de ‘C’ con esquinas bien definidas. Un par de segundos antes hubo un sutil gesto de todos casi impercetible. En un ascensor en cualquier otro lugar del mundo, ese movimiento podría no ser notorio, pero para los japoneses lo es, y mucho. Cada vez que alguien entró, inclinó la cabeza de manera muy sutil, apenas y al tiempo los pasajeros respondieron de igual forma; hay que repetir esa observación hasta darse cuenta de que eso está pasando. Se habían saludado pero ninguno miró a los ojos del otro. Los japoneses evitan el contacto visual directo, incluso durante una conversación, porque sienten una aproximación que puede atentar contra su intimidad. Aunque esto viene de muy atrás, de su cultura milenaria, el impacto sobre la conducta actual persiste.

Con la misma sutileza, caminan a paso raudo sin rozarse o tropezarse entre sí. Por ejemplo, el cruce peatonal delante de la estación de Shibuya es, sin duda, el más transitado y atiborrado del mundo. Basta mirar una y otra vez para maravillarse al ver cómo van y vienen tal como si un campo magnético los aislara, no se tocan. En contraste, para subirse al tren, es aceptado y, además para eso les pagan, que los ‘Oshiya’ o ‘empujadores’, embutan a los pasajeros en los vagones del metro en las horas pico cuando están repletos. Así evitan que algunos queden atrapados por las puertas.

A pesar de su organización, la sociedad japonesa se ha deteriorado en los últimos años. El núcleo familiar sufre de manera profunda porque su estructura se ha ido diluyendo. El jefe del hogar encuentra un buen pretexto para no llegar temprano a casa. Se va a un barcito donde le guardan su botella marcada; es su segundo hogar. El alcohol domina la escena japonesa, pero, a diferencia de la nuestra, ellos no tienen la fantástica oportunidad de escapar por esa ventana mágicamente brutal que es nuestro carnaval.

El guayabo de los recientes y fabulosos carnavales parece no haber dejado resaca. La ciudad y su gente fluyen otra vez a su yunque martillar. Después del ‘coge, coge’ y la recocha infinita, en que todo fue electricidad pura, ese inmenso cortocircuito de alegría nos regresa a lo cotidiano con la certeza de que en un año estaremos en plena gozadera con una nueva reina, cuyo nombre es desde el miércoles, con las cenizas todavía frescas, un tema caliente.

“ No hay antídoto para la gente tóxica, el muy alto precio lo paga usted. Aléjese: notará el cambio enseguida”.

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