Llegó el 20 de enero, día nefasto. Para entender, basta ir a toros o estar hoy en las corralejas de Sincelejo “honrando” a San Francisco de Asís, el disfraz ideal para santificar esta atrocidad humana. En otras ocasiones, las celebran en honor al “Dulce Niño Jesús”. Dicen que las corralejas son mejores porque no sacrifican al animal. No lo creo, prefiero morir ‘intentando dar la pelea’ que vivir estando muerto.

Preguntémosle al toro.

No tuvo chance de responder, lo empujaron del chiquero al burdo toril mientras le pateaban los costados desde arriba. Se asomó al redondel de arena y el estropicio de los gritos le llenó las orejas con palabrotas; el picador, agarrando con fuerza la pica, le hundió la puya de acero en el lomo; primero un temblor, después, un espasmo eterno le descontroló los músculos. El dolor le corrió cuerpo atrás, un calor chorreante y espeso le mojó y empegostó la piel antes de darse cuenta de que tenía en frente una tela verde que ondeaba temblorosa de arriba abajo. Miró a los lados, los gritos del público enardecido le ofendían. Pronto aparecieron y desaparecieron otros jinetes con varas en las manos. Un ardor doble le volvió a entrar por el morro. Sintió algo que ni era suyo ni podía verlo, pero le colgaba: dos banderillas le tropezaban las costillas en forma desordenada. Comenzó a saltar en un laberinto de alaridos, golpes y heridas; hedía a peligro. Desde lo más profundo le surgió una furia nueva e incontenible, escogió al que movía un manto de colores, le siguió los pasos, la sangre le corría más rápido, le dio la espalda a los demás y se fue tras él; lo levantó con su cuerno derecho lanzándolo hacia arriba hasta perderlo de vista. Un banderillero lo volvió a puyar pero esta vez no volteó su enorme cabeza. El mantero corneado le cayó enfrente. Apretó el cuello e impulsándose le entró el cuerno por el pecho atrevesándole el esternón hasta que el pitón le salió por la espalda al mantero; el aire de la tarde le refrescó los cuernos. Lo zarandeó y se desprendió de él hasta que el bulto humano se derrumbó sobre la tierra. La banda dejó de tocar, la corraleja enmudeció, las miradas enfocaron el bulto, no se movió.

De pronto, todos gritaron del susto; una fuerte convulsión estremeció al mantero y lo estiró sobre la arena dejándolo bocaarriba. Siete mujeres histéricas se abalanzaron, cayeron de rodillas, lo tocaron y se apretaron contra él; sus gritos se ahogaron entre sí, todas lo habían perdido para siempre. Entretanto, le inventaban un nombre al toro.

Mientras unos ilusos creyeron que el toreo elevaría el nombre de Colombia y traería los esquivos triunfos y la fama, llegaron los ciclistas, futbolistas, pesistas y más deportistas que no querían ser toreros ni manteros. Y en verdad que llegaron; ahora nos ilusionan triunfando en franca lid; nos hacen vibrar de manera diferente, sin humillación o muerte, valientes, lejos de la cobardía. Pero ellos no cuentan para quienes aman este ‘arte’ fallido y sanguinario, seguramente su máxima ilusión es reencarnar en un toro de lidia, pero no lo creo: un cobarde jamás lo aceptaría.

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