El lunes amaneció con la tibia humedad de un 10 de noviembre. Las cortinas de la habitación se inflaron de golpe con una ráfaga de viento de mar y supe que debía escribir sobre Colón. Como ahora todos los días son iguales, tuve que revisar el calendario para comprobar que era 12 de octubre. Recordé de pronto la cartulina de cada año para la escuela. La maestra diciendo que era igualita al navegante, sin sospechar que la pintaba a partir del retrato de mi abuelo Mario Fontalvo, a quien nunca conocí. Salté de la cama y el primer problema se presentó: ¿Cómo escribir sobre el Almirante si hace poco hordas de insignes pacifistas descabezaban su estatua en una marejada de cegata indignación?

Recordé la novela Vigilia del Almirante, del Supremo Roa Bastos, la busqué en la biblioteca y salí al balcón a hojearla. Releí su obertura con el mismo asombro de la primera vez: «Quiere este texto recuperar la carnadura del hombre común, oscuramente genial, que produjo sin saberlo, sin proponérselo, sin presentirlo siquiera, el mayor acontecimiento cosmográfico y cultural registrado en dos milenios de historia de la humanidad. Este hombre enigmático, tozudo, desmemoriado para todo lo que no fuera su obsesión, nos dejó su ausencia, su olvido. La historia le robó su nombre. Necesitó quinientos años para nacer como mito».

De todos los adjetivos que usa Roa Bastos el que mejor lo describe es, sin duda, «enigmático». Los historiadores todavía discuten si Colón era italiano, español o portugués. Si descendía de «alpargatones» o de noble linaje, si era cristiano viejo o secreto judío. El Almirante deshace su camino al andar, borra sus huellas con una ramita de matarratón para que los sabuesos de la historia no lo alcancen.

Ni siquiera sabemos dónde está enterrado. En 2011, visité su tumba en la sobrecogedora catedral de Sevilla. Sé que hay otra en Santo Domingo y una más en el monasterio de La Cartuja. Podría estar en todas esas tumbas, o en ninguna. En 2021, según las últimas noticias, un equipo internacional de genetistas espera despejar por fin esas dudas. Ya veremos.

Entretanto, nos queda su famoso Diario de a bordo. Para muchos, su documento más importante y el germen mismo de las letras hispanoamericanas. Pero hay un problema. A su regreso del primer viaje, Colón prestó el diario original al rey Fernando de Aragón y el soberano lo dio por perdido. Devolvió una copia retocada a dos manos que también se perdió. Por fortuna, un hijo no reconocido de Colón incluyó esa copia en una biografía sobre el navegante. No alcanzó a publicarla en vida y a su muerte el manuscrito también se perdió. 32 años después, se publica en Venecia la traducción al italiano del manuscrito perdido. Así, el texto español del diario de Colón es en realidad la traducción de una traducción hecha a partir de una copia manipulada. Existe una versión comentada del Diario de a bordo, hecha por Fray Bartolomé de las Casas a partir de la misma copia a dos manos.

Más que el primer autor de las letras hispanoamericanas sería mejor decir que el Almirante es el primer personaje de ficción de nuestra literatura. Uno que cambió para siempre el rumbo de la dramática ficción que llamamos historia. Así no les guste a los pacifistas decapitadores.

Hoy, cuando se cumplen dos años del fallecimiento de Roberto Burgos Cantor, cabría decir que, sin Colón, tampoco La ceiba de la memoria habría podido echar raíces.