Los adultos no somos sino la caricatura del niño. Sin entrar a debatir esta afirmación, me limitaré a decir que la infancia ha sido el período más asfixiante de mi vida. Pero no en un sentido metafórico, sino literal. Tuve el infortunio de ser un niño asmático en una época en la que no abundaban los inhaladores de salbutamol, sino el repulsivo jarabe de totumo y el aceite de hígado de bacalao. No exagero si digo que varias veces estuve al borde de la muerte. No dormía en una cama, como el resto de los mortales, sino al mejor estilo de un vampiro de tierra caliente, en una vieja y chirriante mecedora, pues la cama empeoraba la asfixia. Como todos los niños, amaba la lluvia, pero en lugar de salir a correr por las calles encharcadas, como correspondía, debía conformarme con ver la lluvia desde el cristal de la ventana, bien abrigado, desde luego, y con las fosas nasales y el pecho ungidos de Vick VapoRub.

Las noches eran casi interminables. A los diez años le habría puesto un revólver en la sien al Niño Dios a cambio de un IPad. En lugar de eso, tuve que arreglármelas con un radio del tamaño de un ladrillo que me consiguieron mis padres para sobrellevar el insomnio. Con todo, no era raro que me fuera a dormir en la mecedora vampírica o en la hamaca –porque también frecuenté esa entrañable lona– y amaneciera en la cama de un hospital, conectado a un tanque de oxígeno. Cómo dormía solo, mis padres pasaban cada noche a cerciorarse de mi estado. Se aseguraban de que tuviera a la mano mi radio y, sobre todo, una buena provisión de historietas. De esa temprana época viene mi pasión por la literatura, que ha sido el sustento de mi vida. Razón por la cual esta columna no debe ser tomada como un lamento trasnochado, sino como una auténtica vindicación. Es más, a pesar de la sombra del asma, la infancia me deparó por igual incontables momentos de felicidad.

Así pues, una noche en la que estaba particularmente congestionado, mi padre me dejó en la habitación con el viejo radio pegado a la oreja y, preocupado por mi evidente dificultad para respirar, me recomendó que lo llamara si era insoportable la asfixia. Al poco rato, lo llamé gritando: «¡rápido!, ¡rápido!».

Luego de correr a la habitación como un velocista jamaiquino, mi padre asomó a la puerta su cara descompuesta por el espanto y preguntó con el último aliento: “¿Qué pasa? ¿Te llevo al hospital?

No –respondí eufórico–, ¡Gol de Didí Valderrama!

Más allá de la anécdota, que se volvió viral en las reuniones familiares, lo cierto es que pasarían más de treinta años para poder estrechar la mano del tercer protagonista de aquella noche. El gran jugador samario, que deslumbró con su talento al mismísimo Maradona, se disponía a saltar a la humilde cancha de fútbol del barrio El Carmen, uno de los últimos vestigios de La Arenosa de antaño. Sobreponiéndome a mi timidez rulfiana, me presenté, le conté la historia y, como un niño, le pedí una fotografía. Didí accedió con entusiasmo. Los héroes eternos son los de la infancia.

Para mi fortuna, en algún momento entre la niñez y la adolescencia, por alguna razón que los médicos nunca supieron explicar, la enfermedad que había marcado mi infancia me abandonó para siempre. Tal vez no había nada que explicar. El asma había ya obrado su terrible propósito: inocular en el alma de un niño el virus incurable de los libros y el balón.

—¡Gol de Falcao!, acaba de gritar mi hijo, y todo vuelve a empezar…