Entra enero. Con pitos y la bulla que hacemos para marcar algo supuestamente nuevo. Realizamos los rituales convenidos según todas las culturas que siguen calendarios. No nos acordamos que realmente no es el 2019. No recordamos siquiera que el año es una convención más. Que el mes, también. La semana, el día, la hora, el minuto y el segundo. Medidas que diseñamos los humanos para sentir control.
Más no controlamos nada. De pronto algunas cosillas a nuestro alrededor. Todo se desordena siempre. Hay algo que escapa, que se excede. Entonces oramos, entonces deseamos, entonces prometemos, entonces esperamos. Entonces aceptamos que el destino, la Moira, Dios, la naturaleza, lo que sea, manda.
Se piensa que el ser humano en parte es eso, humano, porque planea. Porque puede imaginar. Porque puede proyectar y ver cosas más allá del presente. Se piensa eso, pero no lo sabemos hasta que podamos leer los pensamientos de los animales o entender sus diversos lenguajes. Por algo Antropoceno es lo que llaman en inglés, una buzzword, una palabra que está de moda, que suena cada vez más.
Para no echarles “paja”, les cito directo de Wikipedia: “El Antropoceno (de griego anthropos, ‘ser humano’, y kainos, ‘nuevo’) es la época geológica propuesta por parte de la comunidad científica para suceder o remplazar al denominado Holoceno, la época actual del período Cuaternario, debido al significativo impacto global que las actividades humanas han tenido sobre los ecosistemas terrestres…”.
El tiempo no existe. Nosotros hasta inventamos los períodos geológicos. El tiempo sigue siendo un misterio hasta para los físicos. El tiempo es la materia de la poesía, de la imaginación, es un constructo humano. Por ello lo controlamos. Y entonces nos ponemos citas, horas de labor, un día lo subdividimos de acuerdo con lo que debemos hacer para que rinda. Pero la Tierra sigue girando y nosotros en ella, giramos, sin recordarlo porque a lo mejor nos daría mareo.
Planeamos viajes, pagamos por adelantado actividades, hacemos hojas de vida, nos proyectamos infinitamente para olvidar que nuestro tiempo se acaba. Una vez que lleguemos a ese final infinitamente desconocido e inimaginable ya no habrá tiempo para nosotros. El individuo termina y la vida sigue en otros, en otras partes y uno sin tiempo.
Entonces prendemos fuego a la noche, iluminamos los deseos, damos besos de bienvenida de un nuevo año y deseamos felicidad, una vez más, agradeciendo seguir presentes en un tiempo que ni siquiera entendemos. Llegan las propuestas contra el tiempo que se acaba. Vienen los propósitos.
Estrenamos para recibir el año nuevo y repetimos actos supersticiosos, a pesar de estar en pleno siglo XXI, uno lleno de perendengues tecnológicos que nos deberían hacer sentir magos, dioses. Pero el siglo tampoco es el XXI. Es otra construcción que nos ayuda a medir lo no medible y a seguir viviendo, porque sin esperanza y sin cambios y sin cosas nuevas, la vida no tendría objetivo. Y acabaríamos con nuestro tiempo.