Vivo en vilo a diario. Ya casi no quiero toparme con un inmigrante venezolano, algo totalmente imposible en esta ciudad. Y es que mi mente racional no reacciona de a mucho, sé lo que pasa y lo acepto.
Pero el cuerpo tiene sus formas de manifestarnos los verdaderos sentimientos, lo que realmente está pasando sin saber que lo estoy pensando. Y eso que piensa y sabe mi cuerpo antes que mi pre-corteza cerebral, es que estoy muy triste.
Muy muy triste. Cada vez que me topo con un venezolano, si mediar palabra, solo con oír el acento y hasta reconocer ese rostro “extranjero”, sutilmente diferente al barranquillero, me ahogo.
El corazón da un brinco levemente notable y pocas lágrimas que aguanto para que no me bañen, me anuncian la desazón. Siendo hija de inmigrantes, me digo, para que mi parte racional entienda y se calme, hay algo profundo que me toca.
Yo no existía cuando mi padre, con cinco años de edad, arribó a Puerto Colombia en un barco con su madre, hermano y hermana. En el muelle los esperaba un ser extraño, un padre a quien casi ni reconocieron. Habían pasado ya tres años sin verle. Había venido a Colombia, sin saber mucho del país, porque le habían dicho que podía forjar una vida lejos del peligro y la pobreza.
Yo no existía cuando mi madre arribó en otro barco al Puerto de Barranquilla a los ocho años con su madre. También su padre llevaba seis meses lejos, trabajando como albañil mientras lograba la visa y los pasajes para que su pequeña familia emigrara de un país al punto de la guerra.
No viví nada de eso, pero algo pasa en ese ADN que apenas está la ciencia comprendiendo. Esa herencia que no es aprendida, pero que las células de los cuerpos que nos dan la vida, pasan materialmente, cuando se componen las nuestras.
Puedo asegurar que, a grandes rasgos, la vida barranquillera que me tocó, fue idílica. Mirando hacia atrás, a pesar de todas las convulsiones de este extraño país, desde que nací hasta ahora, no pudo haber sido más alejada del pesar.
Entonces, ¿por qué tanto pesar se acumula al ver a estos migrantes? No sucede en mí una sencilla compasión, en el sentido literal de la palabra: sentir su pasión, es decir su sufrimiento. Es algo más. Algo ancestral que me agobia. Y es una impotencia que reconoce la imposibilidad de la acción.
Saber que las mínimas acciones diarias que podamos ejercer para aliviar al migrante, al caminante, a quienes sufren el exilio, no es suficiente. Les damos algo, de pronto unas monedas, unos billetes, un poco de comida o temporal alojamiento. ¿Y después?
Después, cuando el anonimato nos permite olvidar a ese transeúnte, tendremos una leve esperanza de que de alguna forma encuentre su camino y una vida que merece ser vivida, como los millones de exiliados que vagan por el mundo entero. Un mundo cada vez más estresado, porque el planeta ya casi ni soporta nuestra presencia depredadora.
¿A qué planeta tendremos que emigrar...o digamos, podremos emigrar algunos pocos de esta especie humana desbocada en el consumo y la lucha por la supervivencia?