En el mes de junio se celebró el mes del ‘orgullo LGBTIQ’, y como ha sucedido con muchas cosas en esta pandemia, su celebración fue virtual.

Y aunque de muchas formas se manifestaron digitalmente millones de personas para celebrar el amor y para enviar mensajes de apoyo a la lucha por tener los mismos derechos en absolutamente todas partes, aún es triste encontrar mensajes discriminatorios cuyo propósito está en deslegitimar su manera de amar. Sobre todo cuando se trata de gente joven.

Creo profundamente que tenemos que ser la generación del cambio, que debemos educar de una manera distinta, y que le debemos enseñar a los que traemos al mundo, que no tiene nada de malo ser homosexual, bisexual, o creer que han nacido en el cuerpo equivocado. Que eso no es una enfermedad. Que eso no ‘se pega’. Que es una característica más del ser humano. Que es un gusto y, hasta dónde entiendo: ‘entre gustos y colores, no discuten los doctores’.

Es por esto que me aterra encontrarme con personas de mi edad, que han tenido la fortuna de recibir una educación universitaria, que han hecho maestrías en el exterior, que han tenido la oportunidad de conocer el mundo y que han sido testigos de su diversidad cultural, hablando abiertamente sobre la necesidad de seguir privando de derechos a aquellos que han escogido profesar libremente su amor. Me aterra ver que aún hay gente que quiere que amar sea ilegal.

Me sucedió justo esta semana. Estaba hablando con una amiga de mi época escolar, quien desde hace un tiempo ya es mamá, cuando de repente empezamos a hablar sobre el movimiento LGBTIQ, y me comentó lo que opinaba al respecto. Me dijo que consideraba ‘que ahora que tenía hijos, entendía por qué había que restringir a los homosexuales de hacer muestras de cariño en público y que había que tener menos programas de televisión con ‘personajes gais’, porque esto podía ‘confundir’ a los niños y convertirlos en homosexuales’.

Me dio dolor ver que estamos todavía lejos de lo que debería ser, pues en vez de estar tratando de ‘tapar el sol con un dedo’, en vez de intentar ‘blindar’ a los niños de la ‘desgracia’ de ser homosexual, deberíamos estar construyendo una sociedad en la que todos normalicemos la homosexualidad. Porque la idea es que esta conversación llegue a ser tan normal para un niño o una niña, que no tenga por qué sentirse como un ‘monstruo’ por serlo, que no tenga por qué sentir que está ‘cometiendo un pecado’, y que no tenga que pasar sus días deseando ser lo que todos consideran que es ‘normal’.

La única manera de combatir la discriminación es educando diferente. Haciéndoles entender a quienes vienen detrás de nosotros, la importancia del respeto, de la tolerancia, pero sobre todo, de la igualdad. Todos somos iguales y algo tan puro como el amor, no puede ser una razón para intentar diferenciarnos.

Así que olvidémonos de una vez por todas aquello de seguir ‘satanizando’ la homosexualidad, aquello de ver con malos ojos ‘eso de que caminen agarrados de la mano’, y aquello de seguir censurando programas de televisión por ‘insinuación homosexual’.

Porque una persona no ‘se transforma’ en gay. Simplemente, descubre lo que siempre ha sido.