Jhon Jairo Velásquez Vásquez ha muerto alejado de los reflectores que tanto le atrajeron en vida, incluso cuando debía moverse en la clandestinidad.
“Popeye” representó, como pocos, muchas de las cosas que forman parte de nuestra personalidad de nación adolescente: la pobreza, la falta de oportunidades, el crimen, la violencia y, claro está, el alarde, las ganas de que todos sepan que soy capaz, que me sobrepuse a la adversidad, que soy más malo que los malos, que no tengo miedo, que matando es como resuelvo los asuntos triviales y también los importantes.
Su papel de ejecutor, de sirviente y de soldado de una mafia poderosa, pero menos sofisticada que las italoamericanas, cambió desde que se entregó por segunda vez a la Justicia para pasar una gran parte de su vida en un confinamiento que pareció no amedrentarlo. El presidiario desarmado se volvió un bocón, un culebrero, un hablador de paja.
Y, cuando recuperó sus derechos de ciudadano que cumple sus deudas con la Justicia, esas ganas de figurar lo convirtieron por algún tiempo en tuitero de alguna relevancia, en protagonista de extensos reportajes de diversos medios del mundo, en estrella de Youtube. Del matón que se esfuerza por hacerse ver solo quedó el dicharachero echador de cuentos -macabros todos- que necesita sobreponerse de nuevo, esta vez a los estragos de la soledad.
A muchos parroquianos decentes les parece increíble que una persona tenga como profesión la de asesinar gente. Y si a eso se le añade el orgullo de proclamarlo sin arrepentimiento el estupor se riega -si se me permite la ironía- como pólvora. Es un tanto ingenua la sorpresa, y un poco cínica también.
Cualquier persona que visita un barrio marginal de alguna de nuestras ciudades, y que comprenda lo que implica nacer con la suerte de espaldas, en las condiciones paupérrimas en las que se crían millones de personas en este país, comprende enseguida el destino de “Popeye”, su desarraigo, su inmoralidad, su elocuente manera de normalizar la barbarie.
No es esta, por supuesto, una reivindicación del sicariato, sino una reflexión sobre sus causas, sobre el talante y los contextos de quienes -y los hay por miles en Colombia- van por la vida prescindiendo de otras vidas a bala y a puñal.
No disculpo los crímenes horribles del hombre que ha muerto de cáncer en lugar de caer a manos de otras armas. No asumo por su persona la odiosa admiración de los aduladores de malandros.
Prefiero recibir la notica de su muerte como una oportunidad para pensar en cómo hacer para no pasarnos los siglos engendrando y pariendo niños condenados a repetir este círculo vicioso del odio que hoy tiene a una gran parte del país celebrando el hecho de que hay un asesino menos entre nosotros.
@desdeelfrio