No es posible sustraerse a la mediana convulsión nacional derivada de las protestas de las últimas semanas. Marchas, cacerolazos, bloqueos, disturbios, represión, heridos, dos jóvenes muertos, un pliego desordenado de exigencias, unas medidas tipo zanahoria ofrecidas por un Gobierno incapaz de comprender ningún tema que le concierna a la gente. Todo parece girar en torno a esta coyuntura que algunos -con cierta ingenuidad- califican de “oportunidad histórica”.

Y en medio de esta bienintencionada y justa movilización ciudadana, los políticos haciendo de las suyas, bien asumiendo derechos de autor, bien minimizando la protesta social o estigmatizándola, criminalizándola, justificando la fuerza desmedida para aplastarla.

Volvamos a los muertos. Al trágico caso del joven Dilan Cruz, asesinado por un proyectil que disparó un agente del Esmad, se suma la del estudiante de la Universidad de Antioquia, Julián Andrés Orrego, muerto en Medellín el pasado 2 de diciembre, al parecer por el estallido accidental de una papa bomba, un artefacto que no puede justificarse, un arma indigna de una protesta social legítima, democrática y pacífica.

Ambos episodios fueron objeto de voces en su mayoría solidarias, porque ya sabemos y repetimos como disco rayado que la vida es sagrada y todas esas cosas bonitas-. Pero, sin sorpresa, asistimos también a las vociferantes expresiones de quienes justifican esas muertes (y hasta a veces parecen alegrarse de ellas).

Una de las más reconocidas voceras del uribismo en el poder se atrevió a afirmar, sin sonrojos ni reatos, que “Dilan Cruz era un vándalo”, queriendo decir con ello que bien muerto está, que bien hecho, que eso le pasó porque no estaba en la casa mirando por televisión las protestas de los desadaptados. Por supuesto, su temerario dicho fue aplaudido por una parte de sus copartidarios, mientras la otra se limitó a guardar el silencio de los que están de acuerdo, pero les da vergüenza reconocerlo en público.

Y frente al fallecimiento de Julián Andrés, hubo quienes afirmaron que lamentar esa muerte innecesaria y triste –como todas las muertes– es una apología al terrorismo. Lo cual, dicho de otra manera, nos habla otra vez de los buenos muertos, de los cadáveres de los que nos debemos enorgullecer.

Estas posturas, que algunos califican de inhumanas y que no lo son si tenemos en cuenta que la más humana de las pulsiones es la crueldad, representan el pensamiento de quienes, amparados por la violencia como solucionador universal de todos los conflictos, quieren que el país permanezca sumergido en la oscuridad y el miedo.

Las protestas sociales, no importa si son insuficientes o inocentes, también sirven para confirmar el talante de los que creen ciegamente que la violencia es la manera suprema, que el país no le debe nada a los jóvenes que salen a la calle a decir algo -con torpeza o sin ella-, que más vale un buen muerto que un cambio profundo que comience con la premisa de que no debe haber ni un solo muerto.

@desdeelfrio