El lienzo, fijado al bastidor e impecablemente imprimado, lo esperaba en el caballete. Entró al estudio a las nueve de la mañana, con la determinación de emprender la elaboración del cuadro hasta concluirlo aquel mismo día. Era un jueves de agosto.

Lo había concebido el domingo y lo apuntó en dos bocetos hechos a lápiz de los cuales destruyó el primero. Al día siguiente, lunes, siguió avanzando en su creación a través de tres nuevos bocetos, los dos primeros trazados también en lápiz negro y el tercero en colores al pastel. Conservó sólo los dos últimos, que guardó en una carpeta grande de cuero marrón, tras haber sometido el primero, así como el que había mantenido del domingo, a las finas cuchillas de la trituradora de papel. Hecho esto, escogió la tela, la montó en un bastidor de pino, le aplicó un fondo de color blanco y la colocó con sumo cuidado en el caballete.

El martes, bien temprano, tomó un taxi, que lo condujo al teatro Amira de la Rosa, donde se cumpliría durante dos días un seminario sobre la relación entre la pintura y la literatura. El término de su participación, que incluía una conferencia a su cargo titulada “La obra pictórica de Richard U. Pickman”, estaba previsto para las 11:30 de la mañana del día siguiente, de modo que tenía contemplado acometer la ejecución del cuadro desde las primeras horas de la tarde del miércoles. Pero los hechos no se cumplieron de conformidad con la agenda, pues ese miércoles fue invitado por algunos colegas y académicos a un almuerzo en La Cueva, que acabó prolongándose hasta las diez de la noche.

De ahí que fue la mañana del jueves, después de llevar a su hija al colegio, cuando entró en el taller con el firme propósito de dejar concluida la obra así tuviera que prolongar la jornada de trabajo hasta el amanecer. Preparó la paleta de óleos, se sentó ante la tela con los dos bocetos a la vista, caviló (¿vaciló?) por 17 segundos y soltó con pulso resuelto el primer trazo: una pincelada gruesa de un color rojo bermellón. Se quedó un rato mirando alternativamente la pincelada y los bocetos, con el pincel en alto, y cuando se disponía a realizar otro trazo, se desplomó de súbito del taburete de madera y cayó de costado sobre el piso, absolutamente inmóvil. Una o dos horas después el médico dictaminaría un infarto agudo de miocardio.

Su viuda sólo tuvo cabeza para volver a entrar al estudio tres días después del funeral. El caballete con el lienzo estaba en el mismo lugar donde lo había dejado su marido. La paleta, los pinceles y los dos bocetos estaban sobre el mesón de madera, donde los había puesto la empleada doméstica, quien, tras acudir corriendo al grito espantoso que ella había dado apenas unos minutos después del mediodía del jueves, los había recogido del suelo. Laura Esther Villanova, vestida con una túnica gris de lino a media pierna, delgada, pálida, triste, se perdió por largos minutos en una mirada absorta que parecía penetrar el lienzo blanco en el que destacaba con fuerza el trazo que a partir de aquel momento ella concibió y caracterizó como una mancha roja.

La tela permaneció allí mismo mientras la señora Villanova y su hija siguieron viviendo en aquella casa espaciosa en el barrio Boston. Los dos bocetos fueron guardados de nuevo en la carpeta de cuero marrón y depositados en una de las gavetas de un viejo archivador metálico ubicado también en el taller. En cuanto a los instrumentos y materiales de trabajo del pintor fallecido, unos habían sido donados a personas cercanas que sin duda iban a dar buen uso de ellos y los demás cuidadosamente recogidos y ordenados en el archivador y en el mesón de madera. La colección de obras terminadas que él conservaba en el estudio, aquí y allá, sin colgar, y que no llegaba a la docena, fue, por su parte, colocada en las paredes del mismo taller, de acuerdo con la personal y estricta curaduría de su viuda, aunque no era ella precisamente una experta en arte. Pero la tela con la mancha roja, sin que la mujer ni la niña tuvieran para ello ninguna explicación, había sido dejada en el caballete, en la posición y en el punto exactos en que una y otro se hallaban cuando el artista fue fulminado por la muerte. Ni siquiera estaban cubiertos con un velo, como algún pariente había sugerido una vez.

Siete meses más tarde, cuando madre e hija se mudaron de Barranquilla a Nueva York, donde se instalaron en un modesto apartamento en Jackson Heights, en Queens, la tela mantenida en el caballete fue ubicada en un cuarto que la señora Villanova habilitó como una especie de pequeño museo destinado a la memoria de su marido.

El cuarto permanecía con la puerta cerrada y sólo muy de vez en cuando alguna de ellas entraba en él, casi siempre por corto tiempo. Nunca lo escogían como lugar para reunirse, salvo los días en que se cumplieron el primer y el segundo aniversarios de la muerte del pintor. En ambas fechas, la señora Villanova y su hija hicieron sendos actos de conmemoración en la habitación, rezando juntas una oración de réquiem, tras de lo cual se quedaron allí dos o tres horas conversando, trayendo a cuento recuerdos compartidos del marido y del padre.

–¿Crees que papá hubiera llegado más lejos en la pintura de no haber muerto tan prematuramente? –preguntó la hija durante la conmemoración del segundo año.

–¿Quién puede saberlo, Gina? –contestó su madre–. Lo cierto es que últimamente se había dedicado con más empeño a su vocación artística.

En ese momento, la señora Villanova y Gina, quien ya era una adolescente de 15 años, activa y sagaz, dirigieron la mirada casi al mismo tiempo al cuadro inconcluso de la mancha roja y un silencio transido de cierta melancolía las envolvió y atenazó a ambas.

Nunca más volvieron a repetir la sobria ceremonia en aquella habitación, pues a partir del tercer año ya contaban con suficientes amigos y parientes como para encontrar justificado celebrar una misa en una de las parroquias católicas de Queens.

Un mes después del servicio litúrgico especial que se ofició con motivo del quinto aniversario luctuoso de su padre, Gina entró una tarde a la habitación dedicada a su memoria a buscar un objeto personal que solía guardar en el archivador de metal. Luego de avanzar unos pasos, y pese a que sólo la había mirado de soslayo, advirtió algo extraño en la tela de la mancha roja. Así que se detuvo en seco, retrocedió y fijó la vista en el cuadro. ¡La mancha roja estaba acompañada de otra pincelada que parecía prolongarla hacia la izquierda del cuadro, del mismo color pero menos opaca, y superpuesta a otra de un negro tenue!

Indignada casi hasta el arrebato, Gina alertó a su mamá. “¡Alguien dañó el cuadro del caballete!”, le dijo. Su madre fue con ella de inmediato a la habitación y, al ver lo sucedido, quedó también escandalizada. “¡Ha sido un atropello!”, dijo la señora Villanova, excitada. “¡Un irrespeto y un atropello!”. Luego las dos mujeres se pusieron a conjeturar sobre quién habría podido cometer el acto vandálico. Durante los últimos años, no eran pocos los visitantes que llegaban al apartamento, sobre todo los compañeros de estudio de Gina. Sin embargo, ellas concentraron sus sospechas sólo en dos personas, sobre quienes a su juicio pesaban los mayores indicios. Una era una mujer apenas un poco menor que la señora Villanova, aficionada a la pintura y un tanto excéntrica, oriunda también de Barranquilla y a quien habían conocido cuatro años atrás en una exposición de arte en Manhattan. La otra era un joven ecuatoriano que compartía aulas con Gina en el college, quien, después de haber visto la tela de su padre una sola vez, le había hecho en tres diferentes ocasiones comentarios curiosos acerca de ésta. En el curso de los tres días siguientes, los dos sospechosos fueron interrogados con rigor por las dos mujeres, pero, con una pareja reacción de perplejidad, ambos negaron rotundamente haber hecho nada. Pasaron los días y el asunto se calmó, pero la señora Villanova y su hija no depusieron su sospecha con respecto a la mujer excéntrica de Barranquilla. Decidieron mantener bajo llave la habitación y guardar ésta en un lugar secreto que sólo las dos conocían.

No volvieron a tocar el tema del saboteo de la tela durante algo más de dos años. Se olvidaron incluso de la iniciativa, contemplada poco después del incidente, de mandar hacer una restauración. Hasta cabría decir que se olvidaron de la habitación misma, pues en los últimos cinco o seis meses ninguna de las dos había vuelto a poner un pie allí. Sólo hacía unas cinco semanas, Carla, una mujer que les hacía el aseo del apartamento desde un año antes y que se había ganado la entera confianza de ambas, había recibido la llave de manos de la señora Villanova, había entrado en la pieza y, después de hacer la limpieza de ésta con los estrictos cuidados que le habían ordenado, había cerrado de nuevo con seguro la puerta y devuelto la llave a la ama de casa. Entonces, un domingo por la tarde, la señora Villanova entró a la habitación. Un movimiento motivado por una razón trivial puede tener un desenlace de agobio y conmoción; fue a buscar allí unas viejas tijeras que no encontraba en el resto de la vivienda y quedó paralizada: ¡la tela de la mancha roja era ahora un cuadro pintado casi por completo! Sólo le faltaba un área todavía en blanco que, con toda evidencia, constituía un vacío o una carencia en la nueva composición.

Al principio, instintivamente, sintió un susto estremecedor y soltó un grito. Luego, poco a poco, se situó de nuevo en el contexto racional de los hechos, que incluía el amargo antecedente ocurrido más de dos años atrás, y volvió a pensar que aquello había sido obra de algún canalla, quien, habiendo descubierto dónde estaba la llave, había entrado a la habitación y se había puesto a pintar sobre la tela disponiendo sin duda de largas horas para ello. Gina, quien se había convertido en una acuciosa estudiosa de las artes plásticas y había escrutado por mucho tiempo el lienzo de su padre, incluso después del primer saboteo (el término lo había impuesto ella), comprobó, tras una observación experta, que no se trataba de otro lienzo con el que hubieran sustituido el original. No: la mancha roja primigenia era auténtica, como auténtica era también la segunda que el desconocido que nunca pudieron identificar había agregado después; entre esos dos trazos y el resto nuevo del cuadro se notaba bien una larga diferencia de tiempo. Madre e hija volvieron a ser presa de la consternación por varios días. Los antiguos dos sospechosos estaban descartados, pues, precisamente a causa de la bochornosa implicación de que fueron objeto, no habían vuelto a visitar el apartamento. Las dos mujeres intentaron otra vez someter el enigma a un cuidadoso examen detectivesco, pero pronto ambas se dieron cuenta de que era un ejercicio tan inútil como desgastador. La señora Villanova sugirió regalar el cuadro, pero Gina rechazó de plano la idea.

En este punto del relato es preciso lamentar que las dos mujeres no hubieran podido entonces, o incluso desde antes, ­tener acceso a la verdad, pues así se habrían ahorrado todas las molestias sufridas y que tal vez sufrirían en adelante. Pero hay que admitir que para cualquiera hubiera sido difícil siquiera vislumbrarla, dada su naturaleza insólita. El lector, sin embargo, tiene derecho a conocerla.

Nadie había saboteado la tela. Nadie había intentado concluir el cuadro a partir de la mancha roja… ¡excepto la mancha roja misma! En efecto, desde el momento en que fue extendida en la superficie del lienzo por la sólida pincelada del artista, aquella sustancia inició, bajo el hálito estimulante de su propia calidez e intensidad, un largo, paulatino y silencioso proceso que la llevó a adquirir vida (¡sí, vida!); o, mejor, a evolucionar hasta transformarse en una forma de vida, al principio en estado de pura latencia y después con un nivel de organización muy ínfimo pero definido. Era una entidad por cuyas características quizá habría sido considerada por un científico como protista, pero que, al cabo de cuatro años, llegó a desarrollar un tipo misterioso de inteligencia que le permitió comprender que su estructura estaba incompleta. Entonces empezó a autogenerar el resto de esa estructura, lo que en otros términos significa que la mancha, emanando los colores de su propia constitución, siguió pintando el cuadro, siguió pintándose a sí misma, no se sabe si de acuerdo con una proyección dirigida y controlada a conciencia o siguiendo sólo una especie de memoria genética. Su capacidad de entendimiento, ligada a cierto instinto de conservación, la llevaba a “trabajar” sólo cuando intuía que le sería dado un largo período de soledad. El escándalo de las dos mujeres causado por lo que ellas acabarían llamando el “primer saboteo” la hizo retraerse en una parálisis nerviosa, hasta el punto de que dejó pasar días y noches de absoluto aislamiento sin atreverse a continuar su vital labor. Sólo cuando comprobó que esa sucesión tranquila y silenciosa de claridades y oscuridades se iba acumulando en meses, decidió reanudarla, actuando con la mayor celeridad posible. Estaba ya convencida, felizmente convencida de que alcanzaría su vigorosa completud, cuando el grito de la señora Villanova vino a trastornar otra vez su tarea y su vida misma, pues sufrió una suerte de colapso que la dejó sumida en un estado próximo a la muerte. Pero al cabo de un par de días, la mancha recobró su secreto latido, aunque dominada por la sombría crispación de la incertidumbre. Han pasado tres meses y en ese estado continúa todavía. Conturbada, no sabe qué pueda pasar. Eso sí, una convicción tiene: salvo que destruyan la tela, adonde quiera que sea que lleven ésta y cuando quiera que sea el tiempo propicio, ella cumplirá el mandato interno de concluir la obra.

@JoacoMattosOmar