Ese sábado por la tarde, de acuerdo con un viejo hábito, paseaba con sus tres nietos por el parque. Si se le comparaba con otros de la ciudad, es preciso decir que se trataba de un parque bastante grande y atractivo. Estaba situado en la pendiente de un terreno elevado, de modo que varios de sus senderos formaban cuestas cuya subida requería de un esfuerzo especial y cuya bajada resultaba divertida porque el cuerpo era atraído por la gravedad como si alguien lo jalara con fuerza con una cuerda desde abajo. Había muchos y variados árboles de notable tamaño, canteros cultivados con primor y una zona de juegos para niños. Los tres chicos, pues, la pasaban estupendamente: David, Ronaldo y Tatiana, de diez, ocho y cinco años, respectivamente. Él también se entretenía, no lo podía negar, pero centraba su atención y su actividad en cuidarlos a ellos. Para decirlo mejor, su principal entretenimiento radicaba justo en aquel cuidado que ejercía de un modo consciente y metódico.

Permitía que se alejaran de él lo suficiente como para que actuaran con entera libertad, y de ese modo disfrutaran más del paseo, pero al mismo tiempo para que se internaran en una potencial zona de riesgo que le permitiera a él poner a prueba sus habilidades de custodio. Aplicaba las técnicas y procedimientos que había aprendido y ejercido en la Policía a lo largo de cuarenta años durante los cuales, en el tarjetero bordado en el costado superior derecho de su uniforme, sobre su orgulloso pecho, lució distintos grados encima del Nemesio Carrillo rotulado siempre en mayúsculas sostenidas.

En cierto momento, los tres niños avanzaban solos por un sendero algo aislado y ensombrecido por una tupida arboleda. De pronto, desde la distancia en que se encontraba, don Nemesio avistó un hombre de aspecto sospechoso que caminaba en la dirección opuesta a la de ellos. Alcanzó a percibir que el hombre dirigió una mirada a la niña, que se había adelantado unos tres metros a sus hermanos. Él reaccionó de inmediato: tomó un atajo difícil –tuvo que saltar un seto de laurel– gracias al cual se ubicó pronto a una distancia que le habría hecho posible actuar con oportunidad y eficacia en caso de que el desconocido hubiera intentado algo contra Taty, como él la llamaba. Ésta y el desconocido se disponían a cruzarse; don Nemesio, firme y expectante, estaba listo para intervenir. Pero finalmente, el sospechoso pasó junto a la niña y siguió de largo sin que nada ocurriera. Don Nemesio, sin embargo, apareció en el sendero a tiempo para a su vez cruzarse con el hombre y lanzarle una mirada dura, entre amenazante y recriminatoria.

Cuando regresó con ellos a la casa, ya entrada la noche, sintió la satisfacción, a la que estaba largamente acostumbrado y que sin embargo no perdía todavía un ápice la virtud de ejercer un singular efecto positivo sobre su ánimo, de haber cumplido una vez más su deber: sus custodiados habían vuelto a su hogar con su integridad intacta. Se sentó a la mesa a compartir la cena con su esposa, con los niños –que estaban radiantes de alborozo–, con su hija y con el esposo de ésta, que eran los padres de los chicos.

Tres sábados después, cuando volvió a traer a los niños a la casa de vuelta del parque, alegres y con apenas los leves rasguños propios de sus retozos, se sentó a solas después de cenar en un mecedor en un rincón de la sala en penumbra, mientras se tomaba a sorbos un jugo de naranja que su esposa le había servido unos minutos antes. El rumbo de sus meditaciones lo llevó a comprobar que, pese a que se había retirado de la Policía hacía ocho años exactos, seguía conservando la inclinación a mantener una constante vigilancia sobre los otros a fin de resguardarlos de cualquier peligro. En realidad, fue consciente de que la vocación, no pocas veces rayana en la obsesión, por el cuidado constante de sus semejantes era un rasgo esencial de su carácter. Siempre había creído que sólo él estaba dotado de la capacidad de cuidarse bien a sí mismo y que por tanto todos los demás necesitaban que alguien los cuidara: ¡él, desde luego! “Soy su ángel de la guardia”: tal era la frase tópica que recordaba haberles dicho a muchos.

Otro día, mientras veía una vieja foto de álbum en que aparecía él de 12 años junto a sus padres y sus dos hermanitos menores, recordó que cuidaba de estos últimos cuando su madre tenía que salir de la casa y entonces él y ellos se quedaban solos porque, además, el padre pasaba el día entero en el trabajo. Nada le alegraba tanto como el abrazo acompañado de un beso sonoro que le daba su madre al regresar y darse cuenta de que había cuidado bien de los chiquitines y de que todo estaba en orden en la casa. Recordó también que, siendo ya un jovencito de 17 años, sabía que los viernes y los sábados su padre, antes de llegar a la casa, tenía la costumbre de detenerse siempre en una tienda de comestibles ubicada a seis cuadras de ésta a procurarse, según sus propias palabras, “una distensión espumosa”; él salía entonces a las siete de la noche y se dirigía a la tienda, donde acompañaba a su padre hasta cuando se bebía la última cerveza (por lo general, se tomaba de unas ocho a diez) y entonces lo escoltaba a pie hasta la casa, sujetándolo por un brazo para que no fuera a caerse.

Aquella faceta de su personalidad se hizo evidente para la familia, que lo amaba por eso. De ahí que a nadie sorprendió cuando, inmediatamente después de graduarse de bachiller, decidió ingresar a la escuela de la Policía. Empezó su labor como agente motociclista. En esa función, fueron numerosos los casos en que evitó que ciudadanos de la más diversa índole fueran lastimados o agredidos, incluso a veces hasta la muerte, por delincuentes de la peor ralea. Seis años más tarde, teniendo ya el grado de cabo primero, fue incorporado a la unidad de protección de dignatarios. Fue por aquella época que se casó con Marina Guardiola, una chica bonita y amorosa procedente también, como él, de un hogar de clase media, y al cabo de un año fue padre de un niño, Gregorio. El matrimonio tendría dos hijos más: una mujer, Teresa, y un varón, Enrique. Tuvo bajo su protección a varios notables, incluido un líder político que tenía enemigos que, como lo había comprobado la propia Policía, estaban dispuestos con el más severo empeño a asesinarlo. Don Nemesio fue el jefe de su esquema de protección durante cuatro años, y en dos ocasiones le salvó la vida: una en la que decidió a tiempo el cambio de su itinerario habitual y otra en que repelió con tanta valentía y determinación un atentado con armas de fuego cometido en una carretera en despoblado que hirió y capturó a uno de los criminales y forzó la huida del otro. Luego le asignaron funciones de instrucción y supervisión, pero siempre se mantuvo en actividades operativas. Incluso cuando llegó al rango de sargento primero no dejó de ir a los lugares donde los operativos requirieran la presencia de los hombres bajo su mando. Se retiró a los 62 años, con un gran homenaje y después de haber recibido numerosas condecoraciones, atendiendo los insistentes ruegos de su esposa y de Teresa, su hija, las dos mujeres más influyentes en su vida.

Cuando ello ocurrió, vivía justamente con su esposa en la amplia y cómoda casa de dos pisos de Teresa, quien se había casado tres años atrás y esperaba su segundo hijo. La decisión de vivir con la hija la habían tomado de común acuerdo don Nemesio y doña Marina, quienes satisficieron así el viejo deseo de Teresa, quien había sido la última en permanecer en el hogar paterno y quiso seguir viviendo con sus padres después de contraer matrimonio, pues sus dos hermanos, Gregorio y Enrique, se habían casado hacía siete y cinco años, respectivamente, y se habían instalado en sus propias casas. El sargento, como algunos le llamaban también, y doña Marina se sentían a gusto en el hogar de su hija, donde disponían del espacio suficiente para disfrutar de privacidad, y mantenían además una cordial relación con su yerno, un juicioso ingeniero de sistemas. Vieron nacer uno tras otro los tres hijos de Teresa. Desde que los dos mayores tenían seis y cuatro años, se inició la costumbre de que don Nemesio los sacara los sábados por la tarde a pasear por aquel parque, y a esa costumbre se integró Tatiana, la menor, cuando cumplió cuatro años.

Aquellas excursiones sabatinas se mantuvieron incluso después que David, el nieto mayor, decidió abandonarlas cuando andaba por los 16 años y empezó a hacer vida social propia con un grupo de amigos de la escuela y del barrio más o menos coetáneos. Encargado ahora sólo de custodiar a Ronaldo y a Tatiana, que ya despuntaban a la adolescencia, don Nemesio, con 76 años pero todavía con una salud recia, mantenía en el parque sus rutinas de policía avezado en la protección de personas expuestas a cierto grado de riesgos.

Pero los años pasan muy rápido, como le comentó él mismo una noche a su esposa en la intimidad de su habitación, de modo que pronto Ronaldo y Tatiana también se sintieron demasiado grandes para aquellos paseos y juegos de fin de semana por los senderos, jardines y canchas de un parque bajo la custodia para nada asfixiante pero secretamente estricta de su abuelo. Con ello, don Nemesio dejó prácticamente de salir de su casa por un buen tiempo y se refugió en las conversaciones domésticas con su esposa, su hija y su yerno, y en la creciente afición a los programas de radio y televisión.

Su atrincheramiento en estos dos medios de comunicación, que se había vuelto empedernido, se intensificó aún más cuando la casa se hizo de pronto más grande y silenciosa con la partida de la bulliciosa Tatiana, la última de los tres nietos en marcharse para irse a vivir, tal como lo habían hecho los otros dos, después de una ceremonia y una fiesta de matrimonio muy concurridas, a su propia vivienda situada en uno de los nuevos barrios que se habían edificado en los últimos tiempos en la ciudad.

Pasado poco más de un año, su hija, Teresa, y el esposo de ésta, por circunstancias de índole económica, decidieron irse a vivir al exterior, a una ciudad de la costa este de Estados Unidos, donde se hallaban prósperamente establecidos desde hacía largo tiempo dos hermanos del ingeniero de sistemas con sus respectivas familias. Don Nemesio y su esposa se sorprendieron al principio de la determinación de su hija, pero luego comprendieron que había sido razonable. Por lo demás, siguieron manteniendo un contacto frecuente a través de las videollamadas telefónicas. Se mudaron entonces a un pequeño apartamento situado a sólo dos cuadras de la gran casa de dos pisos donde habían residido durante los últimos 31 años de sus vidas.

Vivían solos. La pasión del viejo expolicía por el cuidado y la custodia de los demás tuvo que limitarse a ser practicada ahora con una mascota llevada a la casa al poco tiempo por Tatiana: una preciosa y simpatiquísima hembra de poodle miniatura. Pero antes de un año sucedió una desgracia: un miércoles por la noche, mientras paseaba a la perra por el mismo parque por donde años antes solía pasear a sus nietos, ésta, al avistar a tres ejemplares de su misma raza al otro lado de la calle, intentó a toda velocidad cruzar la ancha vía y fue atropellada por un carro, que la dejó muerta de inmediato. Fue un doble y terrible golpe moral para el sargento. Aparte de separarse de un animal al que él y su esposa querían por igual, ¡era el primer individuo que perdía bajo su protección profesional en una larguísima trayectoria sin tacha! Esto último lo sumió en la depresión. Se puso a considerar que el policía diestro que había logrado mantener sanos y salvos a tantos hombres de gran importancia para la sociedad contra los que pesaba el grave peligro de una amenaza de muerte… ¡ya no era ni siquiera capaz de salvaguardar la vida de una pequeña caniche a la que nadie querría hacer el menor daño!

La nieta llenó el vacío dejado por la graciosa perrita con otro perro, de dimensiones y atributos de carácter por completo distintos: un pastor alemán macho de color negro y rojizo que al cabo de un año se convirtió en una hermosa y potente bestia de 40 kilogramos de peso. Don Nemesio se negó a asumir solo la tarea de sacarlo a caminar y a hacer sus necesidades; le pidió a su esposa que lo acompañara en ello. Como nunca dejaban de mantenerlo sujeto a la traílla, no había tampoco ocasión alguna para que el anciano volviera a ejercer la incurable vigilancia policial.

Lennon, como se llamaba el pastor alemán, no había cumplido tres años de estar con ellos cuando murió doña Marina. Una empleada que empezó a ir de lunes a sábado a la casa, entre las siete de la mañana y las cuatro de la tarde, se encargaba del aseo de la vivienda, así como de la comida de don Nemesio y de Lennon; era ella también quien sacaba al parque a este último todas las mañanas.

Durante las tardes y las noches –lentas, monótonas–, salvo cuando recibía la visita de algún hijo o de algún nieto, lo que era ocasional, don Nemesio sólo tenía la discreta pero atenta compañía de Lennon. Cada vez que se levantaba de su poltrona ubicada en un costado de la sala para ir al cuarto de baño o a la cocina, el perro marchaba con celo a su lado para evitar que sufriera alguna caída. Acariciándole la suave pelambre con la palma abierta de la mano, el viejo expolicía, que había resguardado y protegido con habilidad y arrojo la vida de tantos en el pasado, no era ajeno a esa ironía final de su vida.

@JoacoMattosOmar