Acabo de leer una de las novelas más notables de cuantas han sido publicadas en esta segunda década del siglo XXI que ya termina el próximo 31 de diciembre (¡qué rápido se precipita la Historia!). Notable por el prestigioso premio que recibió —el Man Booker de 2017— y por el atronador y favorable eco crítico que ha alcanzado. ¿Es justa esa notabilidad? Eso lo decide cada lector y yo, en particular, en mi calidad de tal, una vez concluidas sus 436 páginas, respondo que sí.

Lincoln en el Bardo, del estadounidense George Saunders (1958), ofrece varias facetas novedosas y sugestivas. La primera de ellas es que, tratando la novela sobre dos personajes y unos hechos rigurosamente históricos, sucedidos además hace más bien poco tiempo (hace 158 años), efectúa su abordaje principal desde la perspectiva fantástica de antiquísimas nociones mítico-religiosas, que combina con la severidad documental.

En efecto, la novela se ocupa de la muerte de William Wallace Lincoln, de sólo 11 años y tercer hijo de Abraham Lincoln, ocurrida el 20 de febrero de 1862 a causa de una fiebre tifoidea, cuando su padre ejercía la Presidencia de los Estados Unidos y enfrentaba la profunda crisis nacional que comportaba la Guerra de Secesión. Pues bien: la mayor parte de la acción, y la de mayor relevancia e interés, transcurre en el reino de los muertos, en un lugar de tránsito de este llamado Bardo, adonde el alma del niño llega al ser sepultado y donde pasa una sola noche antes de irse a su región definitiva, que, presumimos, es el paraíso.

El Bardo constituye uno de los dos espacios narrados de la novela. El otro lo conforma el mundo de los vivos, que se centra en la ciudad de Washington. A lo largo de sus 108 capítulos distribuidos casi equitativamente en dos partes, la narración va alternándose entre esos dos espacios: 81 capítulos corresponden al primero; 27, al segundo.

Otra de las facetas originales de este libro radica en que el segundo de los espacios narrados —el realista, el del mundo visible que conocemos– lo integra de principio a fin un centón, compuesto de citas textuales de 112 fuentes escritas, entre libros historiográficos, autobiográficos, ensayísticos, epistolares, documentales, así como cartas sueltas, manuscritos inéditos y artículos de la prensa de la época. Algunas de esas citas apenas si tienen una línea; otras abarcan un capítulo completo; todas tienen en común el que se hallan dispuestas en tal orden que entretejen un relato coherente y cronológico que encaja a la perfección en el marco de la narración general de la novela.

De lo anterior se desprende que los autores de tales obras citadas (más varias de las voces cuyos testimonios se incluyen a su vez en éstas, y que Saunders cita también) hacen parte del coro de narradores empleados por la novela, al que se suma la multitud de fantasmas que habitan el Bardo y que, en primera persona, relatan los hechos que allí suceden. El resultado: una extraordinaria narración polifónica y calidoscópica.

Lincoln en el Bardo es, pues, un relato de ultratumba, un relato escatológico, como lo es el mito de Orfeo y Eurídice, como lo es la parábola del rico malo y Lázaro el pobre (Lucas 16:19-31), como lo es la Divina Comedia. De hecho, en la novela de Saunders, también un hombre vivo (Abraham Lincoln) desciende al más allá y mantiene contacto con los muertos, quienes le hablan y escuchan sus palabras y sus pensamientos, y sienten un “efecto vivificador” por su presencia, sólo que él resulta insensible o inconsciente para la experiencia.

Es una novela sobre el ilimitado y conmovedor dolor paterno por la muerte de un hijo, algo que viene bien en esta época frívola e impasible en que gente hay que se enorgullece de no derramar una lágrima e incluso de cantar ante el fallecimiento de un familiar o un amigo. La novela también muestra cómo ese dolor de la pérdida transforma la visión y el carácter del padre, transformación que, por ser quién es el que la experimenta, esto es, el presidente de un país sumido en una división terrible, tiene una gran repercusión política.

@JoacoMattosOmar