Si uno no es aficionado a los deportes, bien puede asumirlos con sobrada actitud borgeana: un grupo de personas corriendo detrás de un balón, otros esforzándose hasta el fallecimiento por golpear o atrapar una pelota o un par tratando de reventarse la madre en un cuadrilátero. Pero así como Los Beatles eran más que “cuatro mechudos dándole a la guitarrita”, los deportes están más allá de la transpiración en las canchas. Hay que estar atentos a los símbolos, a las metáforas y a las paradojas que encarnan, para tomarle el pulso a la sociedad.

Hoy se celebra la versión número 54 del Super Bowl, la final de la liga de fútbol americano de los Estados Unidos, uno de los eventos más vistos en la historia de las transmisiones deportivas. Varias cosas –nos guste o no este deporte– no deberían pasar desapercibidas: Uno de los equipos que está en la final son los 49ers de San Francisco, conjunto en el que jugaba el mariscal de campo afroamericano Colin Kaepernick, quien los llevó al Super Bowl en el año 2013, cuando el equipo tenía más pasado que presente y se aferraba a los recuerdos gloriosos de Joe Montana. Pero no es por eso que ahora se conoce a Kaepernick. En el año 2016, cada vez que sonaba el himno norteamericano previo a los partidos, Kaepernick no se ponía de pie, se quedaba sentado en la banca o ponía una rodilla en tierra y bajaba la cabeza en protesta silente por la discriminación racial en los Estados Unidos y por la muerte de afroamericanos en manos de la policía. Varios jugadores y jugadoras, en ese, y otros deportes, empezaron a imitarlo. El resultado: la liga lo multó, se quedó sin contrato y a estas alturas todavía no tiene equipo.

Cuando esto sucedió, varios artistas creyeron que una forma de solidarizarse con la protesta de Kaepernick era boicoteando a la liga, no aceptando –de ser llamados– estar en el tradicional espectáculo musical de entretiempo del partido. A pesar de que el debate perdió intensidad y de que los aficionados de los 49ers están más concentrados en la potencia y precisión del brazo de Jimmy Garoppolo –el nuevo mariscal–, que en la rodilla en tierra de Kaepernick, se supo que la cantante Rihanna, que era la primera opción de la liga para el show, no aceptó. “No podía arriesgarme en algo así. ¿Para que gane quién? Desde luego, no mi gente. Simplemente no podía venderme de esa manera”, dijo. La organización recurrió entonces a dos estrellas latinas: Jennyfer López y Shakira. Por primera vez en la historia del Super Bowl, dos cantantes, mujeres, latinas, son las protagonistas principales del espectáculo. Uno de los que más atacó a Kaepernick por su actitud fue Donald Trump. Lo mínimo que le dijo fue antipatriota. La paradoja es que ahora estas latinas, en tiempos en que el mismo Trump habla de muros y se queja de los migrantes, tendrán la atención del mundo como parte de este evento tan importante en la identidad norteamericana. Además, es en Miami, donde existe una comunidad de latinoamericanos sumamente fuerte, y Jennyfer López y Shakira lo han asumido como una oportunidad de reivindicación. ¿Fue una estrategia de expiación de culpas de la liga? No sabemos.

Pero quizá poniendo atención a esto, Borges nos indulte: el deporte sería algo más que quererle ganar al otro a toda costa, y el espectáculo intermedio mucho más significativo que dos latinas moviendo la pelvis con gracia.