Hasta en el mundo corporativo internacional se oyen voces que están convencidas de que se deben salir del mensaje de Milton Friedman, según el cual la única responsabilidad social de las empresas es obtener beneficios. Eso señalan Andrew EdgeCliff y Atractta Mooney en su columna del Financial Times de dic 20/19. El paradigma ha ido cambiando y muchas empresas creen que las reglas corporativas deben basarse más en una ética, valores y preocupación por sus trabajadores, además de exigirse un mayor rol en el cambio climático. La Shell desarrolla tecnologías cada vez más verdes y hasta Goldman Sachs y Disney presionan a Trump en sus posiciones sobre el cambio climático. Ya los accionistas se preocupan por lo que piensa el público de sus empresas. Algo está cambiando desde la crisis de 2008, aunque lógicamente hay mucho escepticismo.

Sebastián Edwards, economista chileno que siempre fue un defensor de las políticas de liberalización en América Latina, ahora reconoce, en una entrevista con John Müller el pasado 7 de diciembre, que las políticas neoliberales, imperantes desde hace más de treinta años, han fracasado, no quedando otro camino que replegarse hacia un capitalismo más inclusivo. Allí destaca que el problema no es de indicadores de mejoramiento social. El tema de fondo no es solo la desigualdad medida en el coeficiente de Gini, sino la “desigualdad relacional”, la sensación de sentirse excluidos del progreso, humillados, relegados y cargado de deudas para tener una vida medio decente. Es en mi concepto, lo que señala Michael Sandel en su libro Lo que el dinero no puede comprar, donde hemos pasado de la economía de mercado a la sociedad de mercado, donde sólo los ricos evitan colas, son VIP en los eventos, viajan en primera clase, y son felices en sus burbujas de cristal y clubes. La gente se da cuenta de que no basta estudiar en buenas universidades para progresar si no tienen las palancas o “capital relacional” para conseguir buenos empleos. La frustración cunde. En nuestra ciudad, se le ofrece a los profesionales jóvenes un salario mínimo como sueldo de enganche en muchas empresas. A los profesores universitarios fuera de planta se les paga la hora de cátedra a $45.000, con contratos siempre temporales sin estabilidad.

Nuestro Congreso ha respondido exactamente como se esperaba: aprobó una reforma tributaria que reparte dádivas entre pobres y pensionados, a la vez que concede billonarias exenciones a los empresarios, bajo la falsa teoría que así dan más empleo. El gobierno de Duque reclama buenos indicadores, olvidándose del creciente desempleo e informalidad. Los epígonos del régimen se desgastan explicando las “incoherencias” del pliego presentado pues los ciudadanos no se dan cuenta de lo maravilloso que es nuestro gobierno. Hasta en eventos como la inauguración del nuevo Puente Pumarejo, se discriminó a los periodistas locales, y se cayó en el descaro de no mencionar que el puente se debía en un 80% al presidente Santos. Invitaron a Vargas Lleras solo por su apoyo a la Reforma Tributaria reciente. A este puente le pasó lo mismo que el viejo puente: lo concretó Carlos Lleras Restrepo y lo inauguró Misael Pastrana, con su bautizo laureanista absurdo. Es la mezquindad absoluta de nuestros dirigentes, como siempre ha sido en estos doscientos años, como nos dejó impactados el final de la serie sobre Bolívar. Asombra que nada concreto haya sobre las obras de demolición del viejo puente ni de la doble calzada a Ciénaga.