El amor todo lo trastoca y ahora los pájaros les disparan a las escopetas: en vez de que el marido sienta celos de su mujer, es el amante de ella el que la cela con su marido. Así comenzaron a desgraciarse los amores de Ovidio y Corina.
Después de la dicha suprema, de ya querer morirse de felicidad amatoria (“¡Feliz aquél a quien aniquilan los recíprocos combates de Venus!”), Ovidio se dejó morder de unos celos contradictorios. “Tu marido tiene que acudir con nosotros al mismo banquete: ¡Ojalá esa comida sea para él la última!”. Y hasta se puso digno: “¿De modo que tendré yo que contemplar a la mujer que quiero tan solo como un invitado más?”. Ahí comenzó lo malo.
Ovidio, de todos modos, ingenió unas claves para el banquete. “Leerás palabras en mis dedos y palabras escritas con vino. Cuando te acuerdes de nuestros juegos amorosos, tócate las rosadas mejillas con tu fino pulgar. Si tienes que hacerme algún secreto reproche, cuelgue tu delicada mano del lóbulo de tu oreja. Cuando te guste algo, lucero mío, que yo haga o diga, dé vueltas el anillo sin parar en tus dedos”. También le pide que emborrache al marido. “Cuando bien cargado de sueño y de alcohol, se quede dormido, el momento y el lugar nos dirán qué debemos hacer”.
Sin embargo, en esas alegres picardías de amores clandestinos ya asomaban tormentosas obsesiones. Para el banquete le advierte a Corina que no se recueste al pecho de su marido, ni coma de su plato, ni beba de su copa. “Y sobre todo no se te ocurra darle ningún beso. Si le das un beso me declararé tu amante…”. Pero, por supuesto, al final de la fiesta Corina se tendrá que ir con su marido. “Sea cual sea la fortuna que vaya a seguir a la noche, niégame mañana una y otra vez haberle concedido algún favor”.
El problema de los celos es que se contagian y Corina también enloqueció. “Si una mujer de radiante hermosura me ve y me mira sin decir nada, en esa mirada sospechas que hay señales secretas; si he elogiado a alguna, arrancas con tus uñas mis pobres cabellos; si la recrimino, piensas que disimulo mi falta; si tengo buen aspecto, dices incluso que soy insensible para contigo y si lo tengo malo, que muero por amor a otra”. Y, en su locura obsesiva, acusó a Ovidio de líos con Cipasis (la peluquera de Corina). Ovidio se ofendió: “¡Concédanme los dioses algo mejor, cuando tenga deseos de ser infiel, que sentir placer con una amiga innoble, de condición humilde!”. Y luego fue solo a aclararlo con Cipasis. “Cipasis, tú, que tan bien sabes disponer los cabellos de mil maneras, pero digna de peinar únicamente a las diosas (…) ¿quién ha sido el delator de nuestras uniones? (…)
¿Es que me he delatado por alguna palabra y he dado pistas así de nuestro amor furtivo?”.
Se les puso rara la noche a Corina y Ovidio. Y, si terribles son los celos por el marido, mil veces peores lo son por otro amante en competencia. Peor todavía si uno es un delicado poeta y el rival es un nuevo rico a punta de espada, “un caballero borracho de sangre”.
(Continuará).