Lo terrible y paradójico de enamorarse de una mujer casada es que, si ahora la conquistas y triunfa el amor, más adelante sin duda vas a pagarlo caro con agudas inquietudes de carácter cornamental: el que las hace se las imagina. En ese sentido, dos mil años no son nada, y, si bien hay mucha distancia entre la Roma de Augusto y la Washington de Donald Trump, casi ninguna se aprecia entre los enamorados de aquella época y nosotros. Las letras de nuestras mejores canciones parecen copiadas de reojo de los poemas de amor y desamor de Ovidio. Aquí, para demostrar con alegría una vez más que los clásicos son de todo menos aburridos, vamos a comentar bien comentaditos los amores ardientes y desesperados de Ovidio y Corina.

Lo bueno de Corina es que era una mujer “de una hermosura soberbia”. Lo malo es que estaba casada. Pero, ¿acaso cuándo ha sido impedimento para Cupido un cónyuge mal atravesado? “¡Desgraciado de mí! Fue certera la flecha del famoso niño”.

Sin embargo, al principio Ovidio trató de resistirse. Tenía sus armas: era un joven apuesto, acomodado, poeta y picaflor. “Si hay alguna que baja hacia sí sus vergonzosos ojos, me abraso por ella y ese su pudor es para mí una asechanza; si hay alguna que sea atrevida, me veo cautivado por ella, porque no es pueblerina y promete ser inquieta en el blando colchón (…). Si eres culta, me agradas por poseer tan insólitas cualidades; si eres ruda, me resultas placentera por tu sencillez (…). Tú, como eres tan alta, te pareces a las antiguas heroínas y puedes abarcar el lecho entero cuando yazcas en él. Esta es manejable por lo pequeña que es (…). Me cautivará una muchacha de pálida tez, me cautivará una rubia. También en la tez morena hay un atractivo seductor (…). La edad juvenil me atrae y me seduce la edad más madura: una destaca por su hermosura exterior, la otra por su modo de ser”. Ovidio es el autor último de aquella canción de Aníbal Velásquez: “Las mujeres todas, me gustan, me gustan, me gustan… Las mujeres todas, todas en general”.

Pero la resistencia se le vino abajo y Ovidio acabó cortejando a Corina con desesperación: la perseguía por todas partes, la esperaba, la suspiraba, sobornó a su guardián, le mandó papelitos con su criada. “El que no quiera volverse perezoso, ¡que se enamore!”. Y, al final de tantos desvelos y correteos, venció el amor. “¡Laureles triunfales, venid a coronar mis sienes! He vencido: aquí, entre mis brazos, tengo a Corina, ella, a quien protegían un marido, un guardián y una puerta inquebrantable, ¡tantos enemigos!”.

Ese fue el culmen de la parte bonita de la historia. La parte del festejo amoroso catártico, incluso de la feliz fanfarronería y el embuste descarado. “Me acuerdo que en el corto espacio de una noche Corina me pidió que nos amáramos y yo aguanté nueve veces”.

Pero muy pronto comenzó la parte oscura y terrible de esos amores. Aquí también la vamos a comentar con gusto y detalle, no en latín paladino, pero sí en un buen español de curiosos exigentes.
(Continuará)